martes, 14 de diciembre de 2010

EL HORROR ECONÓMICO

Al día siguiente de hacerse públicos los últimos datos de parados en nuestra ciudad, que ya superan las 9.000 personas, los medios de comunicación recogían las opiniones de algunos agentes sociales y políticos de Ceuta. Todos coincidían en valorar la tasa del paro como muy perjudicial, llegando a ser considerada por el presidente de la Confederación del Empresarios de Ceuta como una auténtico “horror”. Esta llamativa expresión nos hizo recordar la obra de Viviane Forrester “El Horror Económico”, de la que se han vendido más de 300.000 ejemplares en Francia y se ha traducido a 12 idiomas, habiéndose convertido en un fenómeno de trascendencia internacional. Con una franqueza casi brutal, la autora aborda los principales problemas de la sociedad actual: desigualdades sociales, marginación, desempleo, etc… En opinión de Forrester “vivimos en medio de una falacia descomunal, un mundo desaparecido que se pretende perpetuar mediante políticas artificiales. Un mundo en el que nuestros conceptos de trabajo y por ende del desempleo carecen de contenido y en el cual millones de vidas son destruidas y sus destinos aniquilados. Se sigue manteniendo la idea de una sociedad caduca, a fin de que pase inadvertida una nueva forma de civilización en la que sólo un sector ínfimo, unos pocos, tendrá alguna función. Se dice que la extinción del trabajo es apenas coyuntural, cuando en realidad, por primera en la historia, el conjunto de los seres humanos es cada vez menos necesario…Descubrimos que hay algo peor que la explotación del hombre: la ausencia de explotación; que el conjunto de los seres humanos es considerado superfluo,  y que cada uno de los que integran ese conjunto tiembla ante la perspectiva de no seguir siendo explotable”.
            Las ideas de V.Forrester se confirman diariamente en las noticias económicas y en las manifestaciones de ciertas personas que consideramos la “élite” de nuestro país. Así el brillante cirujano Pedro Cavadas, responsable del primer transplante de cara en España, declaró en una reciente entrevista en el diario “El País” que “no somos todos iguales: el que curra no tiene por qué ganar lo mismo que el vago, lo siento…Las subvenciones y los subsidios generan vagos”. Resulta inquietante leer estas declaraciones de alguien que vive rodeado de personas con graves problemas de salud y, por tanto, en contacto permanente con el sufrimiento humano. Quizá se haya deshumanizado y sólo vea a su alrededor objetos andantes, portadores de órganos que pueden ser transplantados de un cuerpo a otro. Desde luego, parece evidente que el Sr. Cavadas no ha tenido que sufrir la angustia de la inestabilidad, el naufragio de la identidad, el sufrimiento de perder su casa o no poder llevar un sueldo con el que alimentar a su familia. Este problema lo están sufriendo en nuestro país cerca de cuatro millones de personas, a las que se insulta gravemente cuando se les tacha de vagos y subvencionados. Desgraciadamente, este tipo de pensamiento está extendido entre las clases privilegiadas de la sociedad española, los únicos que se consideran merecedores del derecho de vivir.
            En Ceuta, como es de sobra conocido, las desigualdades sociales aparecen cada día más marcadas. Por un lado, están aquellos que de una manera directa o indirecta trabajan para las administraciones públicas (cerca de 11.000 personas); en medio, los trabajadores del sector del comercio, con sueldos a lo sumo mileuristas; y en la base, una amplia masa social de desempleados que no deja de crecer. Entre estos últimos, como bien apunta Ulrich Beck, abundan aquellos que realmente no buscan un trabajo, sino un dinero con el que poder subsistir. Esto nos lleva a un debate mucho más profundo sobre la condición humana y los derechos fundamentales que asisten a cualquier ser humano. Parece como si el principal derecho de cualquier persona, el de vivir, dependa de la demostración de que  “es útil para la sociedad, es decir, para aquello que la rige y la domina: la economía confundida más que nunca con los negocios, la economía de mercado. Para ella, “útil” significa casi siempre “rentable”, es decir que le dé ganancias a las ganancias. En palabra, significa “empleable” (explotable sería de mal gusto)”.
            Como ya comentamos en un artículo anterior, titulado “El fin del trabajo”, tenemos que trascender de la actual sociedad salarial, basada en la explotación del hombre por el hombre, a un nuevo modelo que garantice un ingreso suficiente y universal para que cualquier persona pueda disfrutar de una vida digna. Debemos superar la gran impostura de creer que es posible un pleno empleo para todos siguiendo las principios y normas de la economía neoliberal. Constituye un gran falacia hacer creer a la gente que existen puestos de trabajo que cubrir, menos en una ciudad como Ceuta cuya capacidad de carga ecológica ha sido ampliamente superada. ¿Qué sentido tiene mantener en el listado del INEM a miles de personas, de las cuales una amplia mayoría resulta inempleable?¿Por qué no crear fondo de ayuda social a estas personas de por su avanzada edad y escasa formación nunca serán absorbida por el mercado laboral?. Claro que esto sería tanto como reconocer el gran embuste de un mundo del trabajo…sin trabajo. Desde nuestro punto de vista, habría que redoblar los esfuerzos en la formación de los jóvenes desempleados para que puedan encontrar un puesto de trabajo en nuestra ciudad o en otras ciudades españolas. Resulta evidente que el reducido tamaño de la ciudad impide la creación de nuevas empresas que puedan crear puestos de trabajo estables, así que sólo nos queda la posibilidad de reconocer la inviabilidad del sistema actual y empezar a discutir las bases  de un nuevo modelo más justo y solidario.

LAS ENFERMEDADES DE LA CIVILIZACIÓN

            Ha cundido entre un sector de la población ceutí una gran preocupación por el aparente incremento del número de casos de cáncer en nuestra ciudad. La muerte de personajes públicos y el aumento de la detención de graves dolencias en personas conocidas de la sociedad ceutí ha llevado a los miembros del partido PDSC, consternados por la muerte de su líder Mustafa Mizziam,  a solicitar a la Consejería de Sanidad que realice un estudio epidemiológico para determinar las causas de esta presunta acumulación en el tiempo de enfermedades oncológicas. Según fuentes de la Consejería de Sanidad no existen series estadísticas fiables para confirmar una supuesta tendencia alcista en el número de muerte por esta causa, opinión que comparten algunos expertos a los que hemos tenido la oportunidad de preguntar por esta cuestión.
            Reflexionando sobre este delicado asunto vino a mi memoria la lectura del libro “Némesis médica” de Iván Illich, o los apuntes de André Gorz, en “Ecología y política”, que analizaron de manera brillante la relación entre medicina, salud y sociedad. Estos autores coincide en destacar una idea que puede resultar obvia, pero que tenemos costumbre de olvidar: las enfermedades aparecen y desaparecen en función de factores relacionados con el medio ambiente, la alimentación, el hábitat, el modo de vida y la higiene (hygieia), entendida, en su sentido original, como el conjunto de reglas y condiciones de vida. Una mejora en estas últimas, tales como la existencia de una eficaz red de abastecimiento y saneamiento o la alfabetización, explicaría el 85,8 % de las disparidades de esperanza de vida en el mundo. Quizá muchos ignoran que la ausencia de tratamiento de las aguas fecales es actualmente la principal causa de muerte en el planeta, o por decirlo de otra manera, la construcción de la redes de saneamiento en las ciudades a finales del siglo XIX aumentaron la esperanza de vida en más de veinte años. ¿Y todavía algunos se plantean que son prioritarios los aparcamientos subterráneos a la mejora de la red de saneamiento en nuestra ciudad?.
            Según André Gorz, “la medicina no puede dar la salud cuando el modo y el medio de vida la degradan. Los antropólogos y los epidemólogos lo saben de sobra: los individuos no solamente enferman a causa de algún ataque exterior o accidental, curable mediante cuidados técnicos: enferman también, aún más frecuentemente, por la sociedad y la vida que llevan... Resulta evidente que las enfermedades degenerativas, así como la infecciosas de las que han tomado el relevo, son fundamentalmente enfermedades de civilización”. Así, siguiendo la terminología creada por Winkelstein, tendríamos que hablar de enfermedades de la opulencia (provocadas por el exceso de ingesta de alimentación, el escaso ejercicio físico, etc…); enfermedades de la velocidad (estrés, ansiedad,…), enfermedades de la contaminación, etc…
            En un estudio de la Agencia Internacional para la investigación contra el cáncer, dirigido por el profesor Higgison, estableció que el 80 % de los cánceres son debidos al medio y al modo de vida de las sociedades industriales. Cada día disponemos de nuevos datos respecto a los caracteres patógenos de la contaminación del agua que bebemos; del aire que respiramos; de los alimentos que consumimos, cargados de pesticidas, hormonas y antibióticos; de los productos químicos que utilizamos a diario; y hasta de las prendas que vestimos. Sabemos igualmente que las condiciones laborales causan muchas enfermedades, que la contaminación acústica afecta cada día a más personas, que el ritmo impuesto por la sociedad capitalista produce graves desequilibrios emocionales, a unos niveles que ha llevado a situar al suicidio como la principal causa de muerte no natural en los países desarrollados. Todos tendríamos que hacernos la siguiente pregunta. ¿Por qué exigimos constantemente medios contra las consecuencias y costos de la enfermedad, pero no para protegernos contra las enfermedades mismas, eliminando sus causas?¿Por qué reivindicamos más medios sanitarios en lugar de preocuparnos de las condiciones que harían prescindir en buena medida de sus cuidados?¿Por qué en lugar de modificar nuestros hábitos de vida malsanos exigimos a nuestro médico que atenúe sus efectos?. La respuesta, en opinión de André Gorz e Iván Illich, habría buscarla en el hecho de que “la práctica de la medicina es un comercio; las relaciones entre los profesionales de las atenciones médicas y el público son relaciones mercantiles: el profesional vende lo que los clientes piden o aceptan adquirir individualmente. La medicina está desempeñando de hecho una acción defensiva del estado de cosas existentes: postula implícitamente que la enfermedad es imputable al organismo enfermo y no a su medio vital y laboral, y con ello no pone en cuestión esas formas de vida y de trabajo contra las cuales se rebela el organismo defendiéndose de ellas con una especie de huelga simbólica. La mayor parte de las enfermedades, en efecto, significan también un “no puedo más” del enfermo, una incapacidad para adaptarse o enfrentarse por más tiempo a una serie de circunstancias que comportan un sufrimiento físico, nervioso, psíquico insostenible a la larga para este individuo, y para todo individuo sano… La higiene, es decir, el arte de vivir de una forma sana, sólo puede integrarse en las conductas y actividades cotidianas en la medida en que los individuos sean dueños de su ritmo y de su medio de vida y trabajo”.
            En definitiva, nuestra salud esta a merced de un modo de vida impuesto por una pensamiento tecnoburocrático del que resulta muy difícil salir y unas condiciones ambientales, igualmente relacionadas con la lógica capitalista, que afectan gravemente a nuestra salud física y mental. El cambio es posible, la esperanza persiste, pero el precio que debemos pagar es muy alto en concepto de cambios en nuestros hábitos y costumbres. La viabilidad de esta transformación depende tanto de un radical cambio  en nuestra actitud personal, -que en materia de salud pasaría por comer menos y mejor, hacer ejercicio y aquilatar los beneficios de nuestro elevado “nivel de vida”-; como en promover desde el ejercicio de una ciudadanía activa las modificaciones de carácter global que harían viable otra manera de vivir…y de morir.   

LOS LÍMITES DEL CRECIMIENTO URBANO DE CEUTA

            Los últimos acontecimientos que se han vivido en nuestra ciudad, definidos por un incremento de la tensión social, pueden ser analizados desde múltiples vertientes. Al necesario debate que tendría que conducir la preocupante situación a la que asistimos, no suficientemente abordada por nuestros representantes políticos en la Asamblea, queremos introducir un nuevo vector de análisis: los límites del crecimiento urbano de Ceuta. El ecólogo estadounidense Lewis Mumford, un clásico de la geografía humana, manifestó en su obra “La ciudad en la historia”(1961) que la ciudad presenta un claro límite orgánico a su propio crecimiento. A este respecto, L. Mumford llamó la atención sobre el hecho de que “muchos urbanistas actuales,  no se dan cuenta de que superficie y población no pueden crecer hasta el infinito sin destruir la ciudad o al menos sin imponer un nuevo tipo de organización urbana para la cual se necesita encontrar una forma adecuada a pequeña escala y un esquema general a gran escala”.
            Un concepto tradicionalmente utilizado en la ecología  es el de la capacidad de carga. Para Virginio Bettini, autor de “Elementos de ecología urbana” (1998), entiende que la capacidad de carga de una ciudad corresponde a la posibilidad que esta presenta para hacer frente “al exceso de presión por parte del hombre: autodepurándose, absorbiendo y reciclando los residuos, restableciendo recursos, manteniendo intactas las calidades no renovables, entre las que también está el bienestar social”. Generalmente, la capacidad de carga suele relacionarse con el número máximo de individuos que un determinado territorio puede sostener.
            La respuesta dada a los problemas del crecimiento urbano de las ciudades occidentales varía de un lugar a otro, en aquellas ocasiones en las que se ha llegado a plantear abiertamente esta delicada cuestión. Un caso paradigmático es el de Nápoles. Esta ciudad, conocida en el mundo entero por sus problemas de inseguridad ciudadana, se planteó hace tiempo un objetivo, con un perfil modesto, pero congruente: devolver a la ciudad a condiciones ordinarias de normalidad y eficacia. Un proyecto basado en recalificaciones urbanas, potenciación de los servicios, recuperación del transporte público, e incremento y tutela rigurosa de las zonas verdes.  En definitiva, la tutela de cuanto queda de valor, calidad y recursos que la naturaleza y la historia otorgaron al territorio (Bettini, 1998: 162). Se trata de establecer medidas para preservar los restos que definen la ciudad, dejándolos al margen sine die del desarrollo urbano de las ciudades, sin renunciar por ello al aumento de la calidad de vida mediante la mejora de los servicios públicos.
            Pasar por alto la capacidad de carga de una ciudad, superando su umbral máximo, conduce a un rápido aumento de las enfermedades, del malestar urbano, de la congestión y de las tensiones sociales. Alguna ciudad, como es el caso de Bolonia, ha decidido empíricamente un límite a la población y a las instalaciones productivas en su interior (Bettini, 1998: 221). Ya Patrick Geddes, en 1918, comprendió que, una vez alcanzado el óptimo, una ciudad no debe aumentar más en superficie y población. Conviene recordar el dicho de Aristóteles: cualquier forma orgánica posee un límite superior y un límite inferior de crecimiento.
            Creemos que ya es hora de abrir en Ceuta el debate sobre los límites del crecimiento de nuestra ciudad. No podemos seguir aumento el número de habitantes y la presión sobre el medio natural y cultural sin establecer la capacidad de carga que nuestro territorio puede sostener de manera sostenible. Con una desorbitada densidad de población, un área superficial reducida sin posibilidades de expansión y una incapacidad evidente de satisfacer las necesidades socioeconómicas básicas de la población (trabajo, vivienda, salud, etc...) no podemos aplazar por más tiempo abrir una discusión acerca de las posibilidades reales de nuestra ciudad para acoger un número cada vez mayor de habitantes sin comprometer la calidad de vida de los ciudadanos. En cualquier caso, resulta evidente la necesidad de modificar la política urbanística que practican nuestros gobernantes basada un desarrollismo desenfrenado tendente a crear nuevas zonas residenciales a costas del escaso patrimonio natural y cultural que nos queda. Este esfuerzo inversor de las administraciones tendría que dirigirse a la mejora de las estructuras y los servicios, así como a la búsqueda de un equilibrio entre lo construido-artificial y el ambiente natural. La prioridad debería ser subsanar aquellos desequilibrios urbanísticos, sociales y ambientales que afectan con especial incidencia a las barriadas periféricas de la ciudad.

REIVINDICANDO EL DEBER CÍVICO

            Patrick Geddes, impulsor de la denominada “ciencia cívica” y pionero del planeamiento urbanístico, criticaba que nuestra educación resulta tan libresca, tan estricta en la disciplina de las “tres R” (escritura, lectura y aritmética), y casi tan completa nuestra persistencia entre ellas, que nueve de cada diez personas, y a veces más, comprenden la letra impresa mejor que las ilustraciones y las ilustraciones mejor que la realidad. Hoy en día, la televisión y más recientemente internet, hace que unas cuantas imágenes retocadas produzcan más efecto en el espíritu de la gente que la visión directa de la belleza de los paisajes que nos rodean. Muchos ceutíes son incapaces de apreciar la magnífica luz que nos ilumina, el clima tan benigno que disfrutamos, el valor de los numerosos bienes culturales que jalonan nuestro entorno o la extraordinaria riqueza del mar que baña las costas de Ceuta. Estos mismos conciudadanos hablan maravillas de las atestadas playas de la costa del Sol o del buen rato que pasaron con sus hijos en el  parque de atracciones “Selwo”, mientras que desconocen los rincones más bellos de la ciudad en la que habitan.
            Al igual que muchos se vuelven ciegos ante la belleza de sus calles y ante los elementos de su vida y herencia, también les ocurre lo mismo en cuanto a sus aspectos lamentables. Así tiende a ignorar la degradación urbanística y ambiental de muchas barriadas de la periferia, los problemas derivados de una ausencia total de gestión de residuos o la grave situación socioeconómica que padecen muchos de nuestros vecinos. Sin embargo, incluso estos problemas los apreciamos más fácilmente mediante la breve crónica periodística que mediante la tumultuosa miseria que demasiado a menudo encuentran nuestros ojos.
            La escasa conciencia cívica de los ciudadanos puede aprehenderse mediante simples preguntas como quienes son los consejeros del gobierno autonómico. También desconocen casi toda la historia de su propia ciudad, incluso la quieren olvidar: a menudo les parece pequeño y mezquino interesarse en sus problemas. Hasta los jóvenes mejor formados que poseen espíritu reflexivo no son todavía ciudadanos por su pensamiento o por su actuación. De no estar absorbidos por la política partidista, piensan por lo corriente en convertirse en empleados públicos; la administración pública es familiar a todos, pero el “servicio cívico” es una frase que se oye rara vez y una ambición aún más rara.
            El servicio cívico se puede prestar desde muy variadas modalidades. Una de ellas es la implicación directa en la conservación de nuestro medio natural y el mantenimiento de los espacios libres comunes. Resulta triste que los jardines de muchas zonas se encuentren abandonados, cuando no sellados con cemento como ocurre en la barriada de los Rosales. Parte de nuestras “obligaciones sociales” las  podríamos cumplir no con dinero, a través de los impuestos, sino con tiempo y servicios a la comunidad. De este modo, abriríamos la posibilidad a una reabsorción de la administración, que es la natural y próxima reacción ante la imparable multiplicación burocrática manifestada en el elevado número de empleados públicos. Resulta claramente insostenible, en el plano económico, los desorbitados gastos de personal en los presupuestos de la Ciudad Autónoma. Como ciudadanos no podemos descargar en la administración toda la responsabilidad del correcto funcionamiento de la ciudad.  Al igual que el ayuntamiento tiene la obligación de cortar de raíz la burocracia tentacular que, como el legendario Laoconte,  amenaza con fagocitar el propio sistema por él creado.
            Todos tendríamos que reflexionar sobre el grado de implicación que tenemos con nuestra ciudad. La idea de que las administraciones públicas pueden resolver todos nuestros problemas desde una posición ciudadana apática y egoísta nos conduce a un profundo abismo. De nada sirve que todos los años se aumente el número de efectivos de la Policía Local si los propios ciudadanos no estamos dispuestos a modificar nuestras actitudes. Confiar en un sistema puramente oficial de vigilancia es alimentar ilusiones burocráticas. Hasta que cada ciudadano, como tal, no sea un policía y el vasto mundo sea su distrito, no tendremos el mínimo de garantía necesaria contra posibles brotes de delincuencia personal o colectiva.
Algo similar sucede en el caso de la limpieza urbana. La ciudad gasta una enorme cantidad de dinero en mantener una desproporcionada legión de barrenderos por todo Ceuta y los resultados no siempre son satisfactorios. Nada de extrañar teniendo en cuenta la facilidad con la que arrojamos un papel por la ventana del coche o vertemos los residuos allí donde nos place. No obstante, en este tema de los residuos la ciudad mantiene aún una deuda pendiente en la dotación de los medios básicos que faciliten la implicación activa de los ciudadanos en la correcta gestión de las basuras que generamos. 
La sensación que cada día más personas tenemos es que el actual sistema requiere una profunda revisión. Tanto la administración como los “administrados” debemos cambiar los principios que rigen su indisociable relación. Los ciudadanos tenemos que involucrarnos en la resolución de los problemas de la ciudad, ofreciendo nuestro tiempo y conocimientos a favor de la comunidad. La participación ciudadana tiene que pasar de ser un derecho a convertirse en una obligación. Recuperemos el sentido de juramento de la juventud ateniense: “nunca deshonraremos a ésta, nuestra ciudad, con acto alguna de deshonestidad o cobardía, ni nunca abandonaremos a nuestros camaradas que aguantan en las filas. Combatiremos por los ideales y cosas sagradas de la Ciudad, a solas y con muchos. Respetaremos y obedeceremos las leyes de la Ciudad y haremos cuanto esté a nuestro alcance para suscitar un respeto y una reverencia iguales en aquellos que están por arriba de nosotros y que podrían anularlas o reducirlas a nada. Nos esforzaremos incesantemente por promover el sentido del deber cívico en el público. Así, en todas estas formas, transmitiremos esta Ciudad, no sólo no menor sino mayor, mejor y más hermosa de lo que nos fue transmitida a nosotros”. Ya que se ha apuesta de moda en Ceuta llenar la ciudad de referencia a la antigüedad clásica mediante esculturas alegóricas, nosotros proponemos que el texto del Juramento de los Jóvenes Atenienses figure en una lugar visible de Ceuta para que recordemos las obligaciones inherentes a nuestra condición de ciudadano, en el sentido más profundo de este término. No  estaría tampoco mal que los mandatarios de la ciudad impriman estas sabias palabras en letras de oro, las enmarquen y las tengan siempre presente cada vez que tenga que adoptar una decisión importante para el futuro de Ceuta.

EL INFIERNO DE LOS INOCENTES

              Hace unos días presenciamos una conferencia en la que se habló de un personaje reciente en la historia de Ceuta, cuyo nombre no viene al caso, del que se alabó su bondad. Nunca, según contaron, había discutido con nadie ni se le conocía enemigos. Esto me hizo pensar en la cantidad de personas que viven una vida libre de culpa: personas que trabajan regularmente en sus puestos de trabajo, mantienen a sus familias dignamente, muestran un grado razonable de bondad a aquellos que le rodean, soportando los insípidos días, y van por fin a la tumba sin haber cometido ningún activo mal contra un ser vivo. La misma insipidez de la existencia de tales personas -como la transparencia del agua del mar en pequeñas cantidades-oculta la colectiva negruna de su conducta. Su pecado consiste, como nos advirtió Lewis Mumford (La Conducta de la Vida, 1951), en la retirada de más exigentes oportunidades, en una negación de las superiores capacidades: en una pereza, una indiferencia, una complacencia, una pasividad más fatales para la vida que los más escandalosos pecados y crímenes.
            El apasionado asesino puede arrepentirse: el amigo desleal puede lamentar su falta de fé y cumplir sus obligaciones de amistad: pero el  hombre “humilde y honesto”, que ha obedecido las normas y meticulosamente ha rellenado todos los formularios legales, puede regocijarse por su forma de ser, aunque ésta sea profundamente desdichada. Es en nombre de tales hombres, y por su complicidad, precisamente porque no ve ninguna necesidad de cambiar su mente o de rectificar su manera de actuar, que nuestra sociedad se desliza de la desgracia a la crisis y de la crisis a la catástrofe. No es de extrañar que Dante  enviara a estos seres inocentes -aquellos que estaban ni a favor ni en contra del bien- a los infiernos. El infierno de nuestro tiempo se debe en gran parte a sus decisiones o, más bien, a su falta de acción.
            Este sentido general de irreprochable conducta ha sido cómplice, en nuestro tiempo, de nuestros más extravagantes pecados, siendo éstos, tal vez, menos los pecados de la violencia que los pecados de la inercia. Nos dejamos llevar por la parcialidad, la estrechez de miras, la rigidez, el error de cálculo y el orgullo. Y con ello, desde esta aparentemente participación involuntaria con los males, los aumentamos y corremos el riesgo de quedar atrapados en una turba homicida, similar a la que sufrió el pueblo alemán durante el nazismo. En nuestra civilización, las mismas fuerzas impersonales que presiden buena parte de nuestro destino nos implican a cada uno de nosotros, casi automáticamente, en los actos pecaminosos. Ya seamos conscientes de ello o no, los enfermos mentales son abandonados, los pobres  mueren de hambre, nuestros gobiernos fabrican armas de exterminio, el planeta se destruye para satisfacer la codicia de algunos,  y miles de similares actos del mal son realizados gracias a nuestra complicidad. Estamos involucrados en estos pecados y sólo se podrán corregir si confesamos nuestra participación y tomamos sobre nosotros, de manera personal, la carga de corregirlos.
            El primer impulso de muchas personas, cuando sienten la necesidad de un cambio social y la eliminación de algunos de los males a los que nos hemos referido con anterioridad, es darse de alta en alguna asociación, adoptar a un niño de forma virtual o prestar su firma para alguna causa justa. Estas medidas están bien, pero son insuficientes. Los retos actuales requieren una auto-transformación, y no mecanismos de piadosa expiación, para acciones irrealizadas. Tampoco sirve de nada nuestra constante delegación de nuestras responsabilidades personales en las administraciones. Por el contrario, debemos reorganizar nuestras propias actividades a fin de poder dedicar una buena parte de nuestro tiempo y energía al servicio público de la comunidad.
            Tenemos que ser conscientes de que la reabsorción del gobierno por los ciudadanos de una comunidad democrática es la única salvaguardia contra las excesivas  intervenciones burocráticas que tienden a surgir en todo Estado, debido a la negligencia, la irresponsabilidad y la indiferencia de sus ciudadanos. Muchos servicios que se realizan ahora inadecuadamente, ya sea por falta presupuesto o porque están en manos de una distante burocracia, deberían ser realizados principalmente de forma voluntaria por los habitantes de una determinada comunidad local.  Esto incluye no sólo los servicios administrativos, demasiado a menudo eludidos en una democracia, como los trabajos en los consejos escolares, las asociaciones de consumidores, y cosas por el estilo; sino que también deberían incluir otros tipos de trabajos públicos, como la plantación de árboles, el cuidado de los jardines públicos y parques, incluso algunas de las funciones de la policía. A través de este trabajo, cada ciudadano no sólo llegaría a sentir como en casa en cada parte de su ciudad y su región; al mismo tiempo se haría cargo de la vida institucional de su comunidad como una persona responsable.
            Desde nuestra visión, resulta contraproducente desde el punto social e inviable desde el punto de vista económico, seguir incrementando el número de funcionarios para intentar dar respuesta a unas cuestiones que necesitan otros tipos de planteamientos. Los problemas de seguridad ciudadana no se solucionan aumentando el número de policías locales, sino atajando las causas sociales y económicas que provocan la marginación y la exclusión social; el fracaso educativo no puede ser resuelto incrementando el número de docentes, más bien pasa por una profunda reforma del sistema educativo y una reeducación moral y ética; la salud de los ciudadanos no se mejorará con un incremento de médicos y centros sanitarios, sino a través de un cambio en los hábitos y costumbres, y en la mejora de la calidad ambiental de nuestro entorno; para una justicia más “justa” no necesitamos más funcionarios, sino menos burocracia.   Así podríamos seguir con el resto de los servicios que actualmente prestan las administraciones públicas, muchos de los cuales deberían ser en parte de nuevo asumidos por los propios ciudadanos, aunque corramos el riesgo de perder nuestro socorrido chivo expiatorio al que cargarle la responsabilidad de todos los males que nos suceden.
            La crisis económica en la que estamos inmersos requiere replantearnos nuestras responsabilidades ciudadanas. Sin lugar a dudas necesitamos mejorar nuestro grado de implicación en los asuntos públicos mediante una amplia participación en la crítica y el ejercicio de la iniciativa democrática: se trata de una cuestión de aportar sugerencias y hacer demandas de abajo hacia arriba, y no sólo de recibir órdenes de arriba hacia abajo. Claro que para esto necesitamos no hombres “inocentes” y dóciles, su lugar lo tienen que ocupar personas dispuestas a soportar las penalidades asociadas a la disconformidad con los establecidos patrones sociales. En términos coloquiales, personas dispuestas a asomar la cabeza por encima de la tapia, aún a riesgo de recibir una pedrada.

ESPACIOS LIBRES Y SENTIMIENTO DE CIUDADANIA

ESPACIOS LIBRES Y SENTIMIENTO DE CIUDADANIA

            Una idea que nos ronda por la cabeza desde hace mucho tiempo es la búsqueda de una explicación lógica a la apatía que caracteriza a la sociedad ceutí. En multitud de ocasiones nos hemos preguntado cuales son las razones que llevan a la gente a desentenderse de cualquier asunto cívico, incluso cuando les afecta directamente a su propia calidad de vida. Las respuestas a esta cuestión entenderán que no son ni sencillas ni simples, ya que influyen muchos factores. Entre ellas nos ha llamado poderosamente la atención la expuesta por Alexander Mitscherlich, catedrático de Psicosomática de la Universidad de Heidelberg, en su obra “La inhospitalidad de las ciudades”. En este libro su autor nos presenta un argumento que tiene mucho que ver con el contenido del artículo que la pasada semana dedicamos a las zonas de juego infantiles. Según Mitscherlich “se puede afirmar que una ciudad que no proporciona a sus niños amplios lugares de juego, y a sus jóvenes lugares de deporte y de recreo fácilmente asequibles, así como piscinas y centros juveniles en las cercanías de sus viviendas, no debe extrañarse de que sus habitantes adultos no participen más tarde en la vida política de la comunidad”. A esta carencia de espacios de recreo y diversión se suma una tendencia al incremento de “decepciones, limitaciones, renuncias y prohibiciones del que hubiera sido necesario si se hubiera reflexionado racionalmente sobre sus necesidades”, dando como resultado final “un ciudadano nacido en la ciudad, pero no un ciudadano a quien esta ciudad suya le infunda verdadero interés, verdadero respeto”.
            Vemos, pues, que la dotación de espacios libres reviste un interés que va más allá de la armonía urbanística de la ciudad. Se trata de una necesidad vital para todos los ciudadanos, sobre todo para el correcto desarrollo psicológico de los niños y jóvenes. Por eso nos retumba en el pensamiento las palabras del Consejero de Fomento que, interpelado en un Pleno de la Asamblea sobre las carencias de espacios libres, comentó que en Ceuta tenemos las zonas libres que hay, en un tono que invitaba a los ciudadanos a resignarse ante esta situación. Poco parece importar que tal invitación conlleve el fomento de una  patología social, cuyo principal síntoma sea el desinterés por los asuntos ciudadanos, cuando no la acción violenta contra todo lo que tenga que ver con la ciudad y sus instituciones.
            La importancia de contar con adecuados espacios de juego debería estar por encima de todas las demás consideraciones utilitarias. A este respecto A.Mitscherlich propone medidas que van desde la imposición de la obligación a todo el que levante un edificio a construir, en la inmediata cercanía del mismo, un terreno de juego, hasta la expropiación de terrenos para este fin, al igual que se hace cuando hay que trazar una nueva calle o cualquier otra infraestructura básica. En cuanto al tamaño de estos espacios propone que sean establecidos por un comité independiente constituido, entre otros, por psicólogos, pedagogos y médicos. Asimismo, Mitscherlich considera que sólo mediante una estricta normativa de este tipo, resulta posible “mantener a raya el desenfrenado egoísmo de los constructores”.
            En Ceuta estamos demasiado acostumbrados a que el más reducido espacio sin construir caiga presa de los ávidos ojos de los especuladores. Por ello, resulta de vital importancia que se respete el principio de la subordinación del interés privado al interés público, a la hora de reservar suelo para la dotación de zonas de recreo, y en general para todos los asuntos cívicos, “porque así puede crearse una situación que haga posible el que se desarrollen hombres que, una vez adultos, puedan comprender qué es la liberalidad, que es la libertad humana. Unos hombres que tengan, por tanto, a sus espaldas un camino de maduración que les haya proporcionado experiencias sociales, que les haya permitido ser abiertos, críticos, conscientes con respecto a los problemas de su sociedad, es decir, democráticos y sensibles, en lugar de sordos, exigentes, cargados de resentimientos y condenados a someterse a cualquiera que les prometa satisfacer sus deseos a corto plazo”.
            Desde Septem Nostra nos reiteramos en la idea que expusimos en las alegaciones al avance de nuevo Plan General de Ordenación Urbana de que se puede proyectar el aumento de la calidad de vida en nuestro limitado territorio sin recurrir a proyectos de expansión de las edificaciones existentes, dedicando todos nuestros esfuerzos a la estructura y a los servicios que mejoren la calidad de vida. Al menos no se deberían plantear nuevos proyectos de construcción de vivienda sin que previamente hayamos alcanzado un equilibrio entre el número de habitantes y la dotación tanto de infraestructuras como de equipamientos básicos. Esto supondría hacer la suficiente reserva de suelo para zonas verdes, centros escolares, guarderías,  bibliotecas, etc… Por el contrario, desatender esta necesidad nos está conduciendo a aumentar las “patologías sociales”, el incremento de los problemas medioambientales y la progresiva pérdida de la calidad de vida.

LA CIUDAD DE LA ETERNA POBREZA

LA CIUDAD DE LA ETERNA POBREZA

Un asunto redundante en los medios de comunicación locales es la situación de la barriada del Príncipe Alfonso. El desgraciado accidente que le costo la vida a un presunto trabajador ilegal ha vuelto a reactivar la polémica sobre las construcciones ilegales que inundan el territorio ceutí. El principal partido de la oposición, la UDCE, ha apuntado al gobierno de la Ciudad como responsable subsidiario por no actuar a tiempo en la paralización de la obra ilegal donde tuvo lugar el luctuoso acontecimiento. Nosotros no vamos a entrar en el fondo de esta polémica, pero si queremos hacer una serie de reflexiones sobre la situación que se viven en muchas barriadas de la ciudad afectadas por la marginalidad social, económica y laboral.
            El tema de los problemas sociales en las ciudades ha sido tratado en multitud de obras científicas desde muy variadas disciplinas. De todas ellas vamos a centrar nuestros comentarios sobre las provenientes del urbanismo. Uno de los trabajos más destacados para analizar esta cuestión es el libro de Peter Hall, titulado “Ciudades del mañana”. Precisamente, una de las tesis principales de esta obra es que el urbanismo nació con la vocación de dar respuestas a los graves problemas sociales que surgieron en muchas ciudades tras la eclosión de la Revolución Industrial. Sin embargo, tal y como afirma Peter Hall en sus conclusiones, tras un siglo de urbanismo moderno hemos vuelto, en cierta manera, al punto de partida y las ciudades de los países ricos siguen teniendo problemas semejantes a los de cien años atrás, con elevado desempleo, pobreza, marginación social y crecimiento de tugurios. En el camino han quedado las propuesta de Ebenezer Howard, con su “ciudad jardín”; del pensamiento anarquista de Geddes o Turner; el planeamiento regional de de nuestro admirado Mumford y  Stein; la ciudad de los rascacielos de Le Corbusier o más reciente en el tiempo la ciudad de digital expuesta por Bill Mitchell.
            Uno de los capítulos que más nos ha llamado la atención de “Ciudades del mañana” es el que lleva el ilustrativo título de “La Ciudad de la Eterna Pobreza”.  Entre las reflexiones de Peter Hall merece la pena destacar su advertencia de que “tratar de intervenir desde fuera y enseñar los valores de clase media por medio del sistema educativo significa dirigirse al fracaso porque no cambia las condiciones de vida en medio de las cuales la gente de clase baja ha desarrollado su propia visión del mundo y ha tomado su posición en él. Los programas convencionales contra la pobreza fracasan porque exigen que los pobres cambien su conducta sin tener los recursos necesarios para conseguirlo. Dicho de otra manera, lo primero que había que hacer era dar dinero a los pobres”. Sobre esta última idea creemos que conviene hacer una importante matización. Desde nuestro punto de vista, no se trata de fomentar un subsidio generalizado, más bien apostamos por un empleo “que se ocupe  en lo que hace falta”, según ha expuesto Gabriel Zaid en “La Feria del Progreso”. El empleo no debe limitarse a una fuente de ingresos (Keynes) o como fuente de opresión o expresión (Marx), sino que constituye un factor básico en la autoestima y el desarrollo personal.
            Otra de las conclusiones de Peter Hall en su repaso a la historia del urbanismo es que los cambios físicos realizados en los barrios más conflictivos de EE.UU e Inglaterra eran insuficientes, ya que sólo trasladaban el problema a otros lugares o hacían que variara el delito, pero podían haber funcionado si hubieran ido acompañados de una mejora en la política de viviendas y de programas pensados para la juventud y la comunidad.  El diseño podía hacer algo, pero en sí mismo era insuficiente: la solución no estaba en manos pues de las autoridades locales y quizás tampoco en las de nadie. En  opinión de este célebre geógrafo inglés, “ni el urbanismo ni el estado de bienestar del siglo XX han conseguido que desaparezca la pobreza y tampoco ofrecen una explicación satisfactoria de su existencia: unos dicen que es culpa del sistema y otros del pecado original”. Como nosotros rechazamos el determinismo calvinista, nos inclinamos más bien a responsabilizar al hoy día tambaleante sistema capitalista de buena parte de los males que aquejan a nuestra sociedad. En este sentido compartimos la idea de Eduardo Galeano de que todos los humanos guardamos en nuestro interior distintas personalidades, de las cuales el vigente sistema económico favorece que afloren las peores de todas.
            Si trasladamos estas reflexiones a la realidad de Ceuta nos daríamos cuenta del error que están cometiendo las autoridades de la Ciudad en confiar que los planes urbanísticos proyectados en barriadas como el Príncipe Alfonso van a permitir romper  el ciclo de desempleo, desintegración familiar y desorganización social. Estas mejoras urbanísticas sin duda son necesarias para dignificar la vida de los habitantes de estos núcleos vecinales, pero no van a solucionar por si solas las dramáticas situaciones socioeconómicas que padecen buena parte de estos ceutíes. Puede que desde una visión pesimista para unos y realistas para otros, la solución no este a nuestro alcance, al menos que se produzca una profunda revolución social y política global. No obstante, tenemos la obligación ética de intentar corregir estos desequilibrios mediante la implementación de un proyecto integral que incluya acciones sociales, económicas, educativas,  medioambientales y urbanísticas. Claro que para ello hay que asumir con carácter previo ciertas realidades de aquellas consideradas políticamente incorrectas, como la existencia de un desempleo estructural, la superación de la capacidad de carga del sistema ecológico o la segregación social y cultural a la que se han visto abocados un amplio sector de la sociedad ceutí, empujando por el atrincheramiento ideológico de la otra parte. Creemos que ha llegado a la hora de hablar con sinceridad y claridad si deseamos evitar estallidos sociales similares a los vividos en tantas y tantas ciudades occidentales, desde los Ángeles a Londres, pasando por los suburbios de Paris.

LA RESURRECCIÓN DEL HOMBRE DEL NUEVO MUNDO

Cuando me solicitaron que colaborara en esta nueva publicación que nace como órgano de expresión de la reciente estrenada Cofradía del Resucitado tuve claro el enfoque que le deseaba imprimir. Deseaba, y así lo hago, reflexionar sobre la idea de la resurrección, entendida como el proceso de restablecer, renovar, dar nuevo ser a algo. Una idea que está de plena actualidad, aunque a algunos pueda extrañarle tal afirmación. Lo entenderán claramente si miran a su alrededor y observan el profundo estado de crisis en el que vivimos. No es sólo una crisis económica, los problemas son mucho más profundos y complejos, basados en una persistente pérdida de valores. En el libro que antecede a “Las transformaciones del hombre”, titulado “La condición del hombre”, Lewis Mumford hace un acertado retrato de la sociedad actual: “…el esquema capitalista de los valores transformó de hecho en virtudes sociales positivas cinco de los siete pecados capitales condenados por la doctrina cristiana –el orgullo, la envidia, la gula, la avaricia y la lujuria-, haciendo de ellos los incentivos indispensables para toda empresa económica”. Karl Polanyi no se queda atrás en su crítica a un sistema económico que sólo atiende a los beneficios sin importarle “los peligros involucrados en la explotación del vigor físico del trabajador, la destrucción de la vida familiar, la devastación de las vecindades, la deforestación de los bosques, la contaminación de los ríos, el deterioro de la calidad de las artesanías, la destrucción de las costumbres, y la degradación general de la existencia, incluida la vivienda y las artes”.
            Lewis Mumford, en el mencionado libro “Las transformaciones del hombre” reclamaba la necesidad de un cambio de rumbo, de una transformación del hombre, en definitiva, la resurrección de una nueva humanidad. En esta ansiada transformación uno de los aspectos fundamentales es la necesidad de trascendencia y desarrollo espiritual. Claro, que previamente se requiere una profunda modificación en las llamadas religiones mundiales. Como propone Mumford, estas religiones deberían renunciar a “sus pretensiones ingenuas de revelación especial o hegemonía espiritual exclusiva, a su exigencia de poder temporal basado en tales suposiciones. Más bien deberían suavizar aquellos rasgos que las identifican con una cultura particular o una sociedad política”. Resulta inútil proseguir con la pretensión ciertas religiones de querer abrazar el cuerpo integro de la humanidad.
            El papel de las religiones en el nuevo mundo, al que anhelamos quienes deseamos un mejor futuro para la humanidad, tiene que dirigirse a satisfacer la necesidad innata de autotrascendencia. Tal y como expuso S. Freud, la personalidad humana puede dividirse en tres partes: el ser biológico, el ser social y el ser ideal. Este último es el más frágil y el más susceptible de degradación. No obstante, este ser ideal pretende alcanzar una posición predominante, al representar la vía del crecimiento y el desarrollo permanente. Tal y como afirma L.Mumford, se nace con el primer ser, el substrato biológico; se nace al segundo ser, el ser social, que modifica y atempera los instintos animales desde las pautas o normas que establece la sociedad. Sin embargo, para llegar al tercero, el ser ideal, hay que renacer o resucitar, añadiría yo. Coincido plenamente con Mumford en que la creencia en la posibilidad de ese renacimiento es la principal aportación al género humano de las religiones monoteístas. Por el contrario, su fallo ha estribado en la ruptura que ha provocado con los elementos más bajos del ser humano.
            La esperanza en la resurrección, en la que la muerte no es el fin, ha llevado a cierta despreocupación por los asuntos terrenales. Un verdadero desarrollo humano, la transformación que necesita nuestro mundo, precisa de la armonización de las distintas partes que conforman la personalidad humana, a la que hicimos referencia anteriormente. Para que la vida interior subsista más allá de sus primeros momentos de iluminación intensa, necesita de una vida exterior, construida, según sus percepciones que la afiance y la sostenga. Por consiguiente, ahora más que nunca hay exigir una mayor coherencia entre la proclamación de nuestras creencias y nuestros actos mundanos. La indiferencia que hacen galas muchas religiones frente a las actuales instituciones sociales lleva a fuertes contradicciones entre la reclamación de hermandad, el amor y la paz; y las continuas guerras y el egoísmo que fomenta el capitalismo. Esto nos lleva a declarar que el “hombre moral” que defiende las grandes religiones, entre ellas el cristianismo, no puede permitir “una sociedad inmoral”. Todos tenemos la obligación de denunciar las continuas disparidades entre las declaraciones y la práctica que practican de manera constante quienes ostentan cualquier forma de poder, éstas constituyen  una ofensa  para todos los hombres decentes.
            A diferencia de lo que durante mucho tiempo se ha proclamado, el “Reino de Dios” sí es de este mundo. Por ello alabamos las acciones de caridad que ha emprendido la Cofradía del Resucitado asistiendo a quienes más lo necesitan. Ayudando a los demás se ayudan a sí mismos, alcanzando la coherencia entre sus creencias y sus actos, mediante el único sentimiento capaz de cambiar el mundo: el amor. Sin el cual, como concluye L.Mumford, será difícil que podamos esperar rescatar la tierra y todas las criaturas que la habitan de las insensatas fuerzas del odio, la violencia y la destrucción que actualmente las amenaza.

LOS LÍMITES DE LA CIUDAD

LOS LÍMITES DE LA CIUDAD

            El título de este artículo coincide con el de una de las obras de Murray Bookchin, creador de la llamada “ecología social”. No ha sido fácil poder  conseguir leer este libro, ya que tan sólo se encuentra algunos pocos ejemplares en la biblioteca de ciertas universidades. Hasta 1978 no se editó en una edición en español de esta obra, nada de extrañar teniendo en cuenta la manifiesta tendencia anarquista en el pensamiento de M. Bookchin. Ni que decir tiene que tras cuarenta años de dictadura franquista, todo lo que sonara a anarquismo era lo mismo que citar al propio diablo. Para desgraciada del ecologismo español, la obra de M.Bookchin, como la de otros autores vinculados al anarquismo (Thoreau, Geddes, Mumford, Howard, Reclus, Kropotkin, etc…), apenas han influido en la formación del discurso ecologista.
            El interés por el libro “los límites de la ciudad” de M.Bookchin proviene de la inquietud que sentimos en nuestro colectivo por las múltiples consecuencias sociales y medioambientales que se derivan de la elevada densidad de población que tiene Ceuta. Este aspecto, de un tiempo a esta parte, ha empezado a sumarse a la retahíla de factores que nuestros máximos responsables políticos esgrimen para explicar la endémica crisis socioeconómica que sufrimos en nuestra ciudad desde hace varias décadas. A la tradicional falta de recursos naturales, nuestra extrapeninsularidad o el hecho fronterizo, empieza a citarse la alta densidad de población como un elemento a tener en cuenta a la hora de abordar el futuro de Ceuta. Sin embargo, y como todos sabemos, una cosa son los discursos políticos y otras las acciones del gobierno. Una cosa es decir que tenemos la densidad de población más alta de España y otra tomar medidas para evitarla, reducirla o minimizar sus efectos en la calidad de vida de los ceutíes y en la conservación de los bienes culturales y naturales de Ceuta.
            Como recuerda M. Bookchin, las limitaciones físicas son las más evidentes de las ciudades actuales. A nadie en nuestra ciudad se le pasa por alto que Ceuta es una territorio muy reducido, sin posibilidad de expansión al estar rodeada de mar y ser fronteriza con un país manifiestamente hostil. A no ser que busquemos soluciones como la proyectada en el Principado de Mónaco, consistente en ganar más de dos hectáreas al mar, iniciativa que ha sido descartada por su desorbitado coste económico y por su inasumible impacto ambiental. Dada esta imposibilidad de crecimiento territorial la única respuesta lógica es gestionar nuestros recursos con mesura e inteligencia. Mientras que no lo hagamos nuestra ciudad continuará por la peligrosa senda de la desintegración administrativa e institucional, siendo incapaz de proporcionar los servicios mínimos para la habitación humana, la seguridad personal y la movilidad urbana.
            Siguiendo la idea de Mumford que define a las ciudades actuales como la “anti-ciudad”, M. Bookchin concluye que la “expansión sin límite es un límite en sí misma, un proceso auto-devorador en el que el contenido es sacrificado a la forma y la realidad a la apariencia”. Esta idea encaja a la perfección con la realidad, o más bien, siguiendo el argumento de M.Bookchin,  a la realidad virtual creada desde las administraciones públicas. En Ceuta no hemos convertido en maestros de la apariencia: la ciudad se degrada en su urbanismo, pero el centro de la Ciudad se galana con luces, flores y esculturas; el colapso del tráfico es evidente y la solución es construir más aparcamientos y nuevos viales; el núcleo urbano se masifica y como respuesta seguimos densificándolo, sin dotarlo de más espacios libre y verdes; la realidad social se complica ante la falta de perspectiva de empleo, mientras las desigualdades de renta siguen marcando una ruptura en el seno de la sociedad ceutí de imprevisibles consecuencias.
            En estos tiempos de crisis económica conviene recordar la relación que estableció M. Bookchin entre el vigente sistema económico capitalista y la degradación de las ciudades. Tal y como subrayó este pensador, “importa poco si la ciudad es fea, si degrada a sus habitantes, si resulta estética, espiritual o físicamente tolerable. Lo que cuenta es que la operaciones económicas se desarrollen en una escala y con una eficacia capaces de satisfacer el único criterio burgués de supervivencia: el crecimiento económico”.
            Para concluir quisiéramos aprovechar la ocasión para pedir una reflexión general a todos los ceutíes sobre los límites del crecimiento urbano de nuestra ciudad, pues como apuntaba hace más de treinta año M.Bookchin, “el mundo natural plantea su propio límite ecológico decisivo: un límite del que quizá nadie se apercibirá hasta que el daño sea irreparable y la recuperación de una ecología equilibrada imposible”.  

BP GOTERA Y OTILIO, CHAPUZAS A DOMICILIO

BP GOTERA Y OTILIO, CHAPUZAS A DOMICILIO

            Uno de los principales obstáculos para superar la crisis sistémica de nuestra civilización estriba en nuestra ciega fe en los avances tecnológicos. Mientras una minoría vivimos angustiados por el deterioro ecológico del planeta y la sobreexplotación de los recursos naturales, una inmensa mayoría sigue confiada en que la ciencia y la tecnología sabrán dar una respuesta a todos los retos de nuestra civilización. Para este amplio conjunto de personas, el agotamiento de los recursos fósiles, principalmente el petróleo, no les inquieta demasiado. Piensan que los científicos encontrarán un sustituto asequible y al ser posible inagotable para poder mantener nuestro desenfrenado nivel de vida y el insostenible modelo de movilidad de las sociedades más ricas. Lo mismo sucede con los alimentos que podrán ser sustituidos por especies genéticamente modificadas, lo que permitiría una productividad que se supone podría alimentar una población cada día más numerosa. En el peor de los casos, si éstos u otros medios técnicos fallaran, hay quienes sueñan en colonizar otros planetas, como si la vida extraterrestre fuera deseable para una vida plena.
            Todas estas supersticiones a diario se enfrentan con la triste realidad de un planeta al borde del colapso. Una prueba de lo absurdo de confiar en la capacidad de la tecnología para resolver los problemas que la misma humanidad provoca en la tierra, la podemos encontrar en lo que viene sucediendo con la plataforma petrolífera propiedad de BP que se hundió el pasado veinte de abril en las aguas del Golfo de México, con el trágico balance de once trabajadores fallecidos y un derrame de entre 80 y 150 millones de litros de petróleo. Un derrame que todavía no se ha podido parar, a pesar de todos los intentos que se han llevado a cabo hasta ahora.
            La relación de los inventos para contener el vertido es propia de las mejores historias de Pepe Gotera y Otilio, y pone a las claras la total ausencia de un proyecto eficaz que ponga freno al mayor desastre ecológico de este siglo XXI. Bajo auténticos eufemismos de libro y neologismos de difícil traducción, -top hill, top hat, junk shot-, se esconden verdaderas chapuzas que demuestran la incapacidad de la tecnología para solucionar este grave problema medioambiental. La más ocurrente de todas ha sido la denominada junk shot o inyección de detritus, que un medio de comunicación nacional definió como “una acumulación de basura formada por pelotas de golf, neumáticos o desechos de diversa índole que taponaría la rotura”.  O sea que cuando los minisubmarinos y el resto de despliegue de avanzada tecnología fallaron, se intentó taponar el orificio con basura, al más genuino método chapucero. Más o menos lo que hacemos en nuestras casas cuando se nos rompe una tubería  y metemos el primer trapo que encontramos a nuestro alcance. Todo esto tendría gracia si no fuera porque este derrame va a teñir de negro las costas de Florida, uno de los ecosistemas marinos más importantes de los Estados Unidos. La economía de esta zona depende en gran medida de la explotación pesquera y el turismo, cuya viabilidad futura ha quedado comprometida durante un tiempo indeterminado.
            El fracaso de la tecnología ha quedado igualmente patente en el tratamiento del vertido. No sólo porque muchas técnicas de contención y de limpieza resultan ineficaces sino porque son incluso peores para el medioambiente que el petróleo. Los disolventes químicos, efectivos entre un diez y un treinta por ciento bajo condiciones ideales, son tremendamente tóxicos, tanto que el propio gobierno de EE.UU, forzado por los movimientos ecologistas, ha cuestionado su utilización indiscriminada en este caso. Como declaró un funcionario estatal durante la crisis  del Exxon Valdez, contener un vertido petróleo es “como intentar volver a meter de nuevo la pasta dentífrica en su tubo”.
            Un análisis más profundo de lo que está sucediendo en el Golfo de México evidencia que BP carecía de los medios adecuados y los planes de emergencia para hacer frente a este tipo de desastres. El caos fue absoluto, como cuentan algunos de los trabajadores de la plataforma petrolífera, impidiendo la resolución de la contingencia y la evitación de daños humanos y medioambientales. También se ha manifestado la connivencia de los responsables estatales con las grandes empresas del sector, hasta el punto de forzar a Obama a admitir la ineficiencia de la agencia federal de supervisión de las plataformas petrolíferas y reconocer que ha estado plagada de corrupción durante años.
            El Presidente de EE.UU. ha anunciado una ampliación de la moratoria para realizar nuevas perforaciones en aguas profundas en todas las costas del país, al mismo tiempo que ha destacado la necesidad de desarrollar las fuentes de energía renovables. No sabemos cuánto tiempo podrá mantener esta promesa, ya que las extracciones de combustible fósil en el mar resultan indispensables para mantener la alta demanda del petróleo, sobre todo por el tirón de las economías emergentes (China, India, Brasil, etc…). Según algunos analistas, ya habríamos alcanzado el “peak oil”, el punto que marca la capacidad de satisfacer la demanda de petróleo en los mercados, al menos con los asequibles precios actuales. Las reservas de petróleo comienzan su curva descendente y el ansia por localizar nuevos lugares de extracción se ha convertido en una de las prioridades de las empresas petrolíferas. El problema es que los nuevos yacimientos se encuentran en lugares de difícil acceso, como los más profundos lechos marinos, haciendo que los costes de extracción se incrementen, así como aumenten los riesgos ambientales.
             Nos equivocaríamos gravemente si consideramos el desastre del pozo petrolífero de Macondo como un hecho puntual. Esta clase de accidentes ilustran a la perfección el dominio de la megamáquina –término acuñado por Lewis Mumford-, que adquiere el calificativo de infernal, según Serge Latouche, cuando consigue escapar totalmente al control del hombre. En definitiva, podemos concluir diciendo que nuestra cultura se encuentra en el estado de un aprendiz de brujo: no sabemos cómo disminuir o apagar el poder que una vez fatalmente invocamos, y ahora sólo podemos aumentarlo.

PERSPECTIVA DE FUTURO

Arthur Schopenhauer en su “Arte de Buen Vivir”, manifestó que “entre los cerebros vulgares y los sensatos hay una diferencia característica que se señala a menudo en la vida ordinaria: es que los primeros, cuando reflexionan en un principio posible cuya magnitud quieren apreciar, no buscan y no consideran sino lo que puede haber sucedido ya semejante, en tanto que los segundos piensan por sí mismo en lo que pudiera suceder”. Si aplicáramos este aforismo al conjunto de la sociedad actual no nos quedaría más remedio que declararnos completamente estúpidos. Y es que nadie con un mínimo de sentido común podría vivir tranquilo ante la cantidad de información contrastada que evidencia el mal camino que ha elegido la humanidad. Nos dirigimos hacia un profundo abismo que ha sido excavado merced a un pensamiento económico basado en la explotación de los recursos del planeta y la potenciación de la competencia entre los hombres.
            Las llamadas a la capacidad de raciocinio del hombre para abandonar la senda del capitalismo salvaje y trazar un nuevo camino con bases más humanas, han sido continuas por algunos de los más brillantes pensadores. No nos debería de extrañar que G.K. Chesterton dedicará uno de sus ensayos a la cuestión económica y lo titulará “Los límites de la cordura” (Ed. El buey mudo, 2010). Con su particular ironía, puramente inglesa, definió el capitalismo como “aquella organización económica dentro la cual existe una clase capitalistas, más o menos reconocible y relativamente poco numerosa, en poder de la cual se concentra el capital para lograr que una gran mayoría de los ciudadanos sirva a esos capitalistas por un sueldo”. A partir de esta sencilla definición se pueden hacer una serie de comentarios de vital importancia.
            El primero de ellos es que este “capital” ha sido generado mediante la apropiación privada de unos recursos naturales que en ley pertenece a todos los seres vivos que habitamos este planeta. No se trata de establecer una visión bucólica de la naturaleza, sino más bien defendemos la instauración de un sistema que permita al hombre su pleno desarrollo interno y externo desde el respecto a los ciclos de la naturaleza y su capacidad de regeneración natural. En lo definitiva, nuestra propuesta pasa por realizar un monopolio socializado de la mayor parte de materias primas y los recursos de la tierra. Esta idea fue expuesta por Lewis Mumford en “Técnica y Civilización”, llegando a declarar que el monopolio privado de ciertos recursos, como el carbón y el petróleo, “constituyen un anacronismo intolerable, tan intolerable como podría serlo el del sol, el aire o el agua corriente”. ¡Qué diría nuestro apreciado Mumford si viviera para contemplar que el negocio del agua se ha convertido en realidad en nuestros días!.
            La segunda reflexión que nos surge de la definición de Chesterton tiene que ver con el papel del trabajo en el complejo entramado del capitalismo. Sobre este asunto, un compatriota suyo, William Morris (1834-1896), fue de los primeros en denunciar los perjuicios sociales derivados del capitalismo. Para Morris el sistema capitalista se basa en un estado de guerra perpetuo, bajo el grito de “hundir, incendiar y destruir”. Una guerra que obliga a los trabajadores a competir por el sustento; “y es esta lucha o competencia constante entre ellos la que permite a los cazadores de beneficios el obtenerlos y, por medio de la riqueza así adquirida, acaparar todo el poder ejecutivo de un país en sus manos”. Resulta evidente, si nos detenemos a analizar las palabras de Morris, que en esta batalla siempre ha habido un ganador: los detentadores del poder económico.
            Los pensadores más optimistas como John Stuart Mill confiaron en que el capitalismo alcanzaría “el estado estacionario”, es decir, un orden económico en el que el área para las nuevas inversiones de capitales hubiera menguado por un proceso natural de autolimitación, en el que por medio de la procreación voluntaria, la población se hubiera estabilizado, y en el que las cifras de beneficio e interés tendieran, como resultado de este doble freno, a caer hacia cero. “Es apenas necesario señalar-dijo Mill-que un estado estacionario del capital y de la población no involucra estado estacionario del mejoramiento humano. Habrá tanto campo de acción como siempre para toda clase de cultura mental y moral y progreso social; tanto campo para mejorar el arte de vivir, y muchas más probabilidades de que sea mejorado, cuando las mentes dejen de estar abstraídas en el arte de medrar. Hasta las artes industriales pueden ser tan serie y exitosamente cultivadas, con la única diferencia de que en lugar de no buscar otro objetivo que el aumento de la riqueza, los progresos industriales produzcan su legítimo efecto, abreviando el trabajo”.
            La profecía de Mill se cumplido en su aspecto más negativo. No cabe duda que el capitalismo hace mucho tiempo que ha alcanzado un nivel de desarrollo que permitiría cubrir con holgura las necesidades básicas de la población mundial. El problema es que no hemos sido capaces de abstraernos “en el arte de medrar” ni hemos abandonado el objetivo del “aumento de la riqueza”. Con ello estamos desperdiciando la oportunidad de lograr una economía equilibrada. Por el contrario, los desequilibrios sociales y económicos se han ido acentuando con el paso de tiempo llegando a un estado de barbarie en el que no nos debe de extrañar que un reputado economista como Santiago Niño-en una entrevista en “El País Semanal”-, aluda a un estudio de hace años que demostraba que si el 100 % de la población de África subsahariana desapareciera, no pasaría nada, ya que lo que importa de estos países son sus minerales. Ni siquiera haría falta mano de obra tras la gradual implantación de sistemas robotizados para la explotación de las minas.
            Nuestras perspectivas de futuro no son nada halagüeñas. Todo indica que nos dirigimos hacia un mundo en el que una minoría, cada vez más restringida, concentrada en algunos puntos del planeta y armados hasta los dientes, acaparará los menguantes recursos que nos quedan después de varios siglos de ignorancia y codicia. El resto de los humanos serán abandonados a su suerte como desechos de un sistema económico que los desprecia tanto para ni siquiera preocuparse de explotarlos. 
            La solución, a nuestro modo de ver, pasa por deshacer parte de la suicida carrera por el crecimiento económico hasta alcanzar un punto de estabilización y equilibrio. Hagamos caso de estas sabias palabras de G.K.Chesterton: “si no podemos volver atrás, parece que apenas valiera la pena seguir adelante”.

SALUD Y ENFERMEDAD EN LA CIUDAD

Forma parte de nuestro discurso la continua llamada de atención sobre las consecuencias medioambientales de la sobrepoblación que padece Ceuta. Y vamos a seguir haciéndolo porque estamos convencidos que se trata del principal problema ecológico de nuestra ciudad y la causa principal de buena parte de sus problemas sociales, económicos y medioambientales. En esta ocasión queremos abordar los aspectos relacionados con las consecuencias sanitarias que se derivan de las situaciones de hacinamiento poblacional.
            Tal y como expresó Edward T. Hall en su conocida obra “La dimensión oculta”, todos los animales tienen necesidad de un espacio mínimo, sin el cual no pueden sobrevivir: es lo que denominó el “espacio crítico” de cada organismo. Cuando la población aumenta tanto que ya no hay espacio crítico disponible, aparece una “situación crítica”. Este tipo de situaciones se resuelven de modo natural por el método más sencillo: la supresión de algunos individuos. Ciertos estudios, como los de P. Errigton (1957) revelaron que las ratas almizcleras comparten con el hombre la propensión a volverse salvajes en condiciones de hacinamiento estresante. Y demostró además que cuando la densidad de población pasa de cierto límite disminuye la natalidad en las ratas almizcleras.
            Los etólogos, durante mucho tiempo, se resistían a declarar abiertamente que los resultados de sus trabajos tuvieran una aplicación directa al hombre, a pesar de que sabían a ciencia cierta que los animales hacinados y estresados sufren ataques cardiacos, problemas circulatorios y una menor resistencia a las enfermedades. Estas resistencias han sido poco a poco anuladas ante la rotundidad de las evidencias científicas que han demostrado que tanto animales como los hombres (que no dejamos de ser un tipo particular de animal) responden ante el exceso de población con el mismo tipo de enfermedades: alta presión sanguínea, enfermedades del aparato circulatorio y enfermedades del corazón, aunque en su alimentación entren pocas grasas.
            Ian L.McHarg, dedicó el último capítulo de su libro “Proyectar con la naturaleza” (Ed.Gustavo Gili, 2000), a la salud y la enfermedad en la ciudad. Partiendo del argumento de Scott Williamson que sostenía la unidad de la salud física, social y mental, y su relación con ambientes sociales y físicos específicos, realizó un estudio experimental en la ciudad de Filadelfia para esclarecer la correlación existente entre enfermedad y ambiente. Para ello recopiló diversas estadísticas sobre las tres categorías de salud aludidas (física, social y mental), así como una serie de datos referentes a la situación económica, el origen étnico de la población, la calidad de la vivienda, la contaminación atmosférica y la densidad. Toda esta información se representó en mapas para mostrar las zonas de salud relativa y enfermedad. El resultado más evidente fue que el centro de la ciudad, el de mayor densidad de población y el más deprimido desde el punto de vista socioeconómico, era también el centro de la enfermedad.
            En esta misma obra de Ian McHarg se hace alusión a los experimentos con ratas que llevaron a cabo el doctor Calhoun y el doctor Jack Christian. Este último llegó “a la conclusión de que a medida que la densidad aumenta, también aumenta las presiones sociales que se manifiestan en enfermedades de estrés”. Asimismo, comprobó “que todo ello afecta no sólo a la capacidad reproductora (ACTH y las hormonas andrógenas inhiben a las ganadotrófinas), sino que también provocan enfermedades cardiacas y renales” y en las glándulas suprarrenales. Por su parte, el doctor Calhoun se centró más en los cambios del comportamiento social relacionados con los incrementos en la densidad. Lo importante es que ambos investigadores estaban convencidos de que “los efectos que habían observado en las sociedades animales son aplicables al hombre, como queda confirmado por la semejanza de las enfermedades sufridas por los animales de los experimentos y por los hombres en ambientes urbanos”.
            La conclusión a la que llegó Ian McHarg es que existe una estrecha relación entre densificación, la presión social y la enfermedad. Según su criterio, compartido con G.Scott Williamson, “la salud individual va unida a la familiar y la comunitaria”, siendo la enfermedad física, mental y social manifestaciones unitarias. La prueba más evidente la tememos  en nuestra propia ciudad, donde una desorbitada densidad de población y una acuciante presión social se manifiestan en  forma de una tasas de incidencias de ciertas enfermedades (tuberculosis, hepatitis, diabetes, etc…) muy por encima de la medias nacionales, según los datos recopilados en el Plan de Salud de la Ciudad Autónoma de Ceuta, aprobado en el año 2008. Una lectura de este documento ilustra a la perfección los graves problemas de salud física, social y mental de la población ceutí, con una virulencia muy grave y alejada de su incidencia en el resto de España. La erradicación o disminución de este tipo de enfermedades deberían ser una prioridad tanto de la administración estatal como de la autonómica, a las que les instamos a abrir su visión del problema para abarcar la dimensión ecológica y medioambiental de la enfermedad y la salud.

SIN INTELIGENCIA NO HAY FUTURO

SIN INTELIGENCIA NO HAY FUTURO

El pasado sábado publicaba “El País” un interesante artículo de opinión de Rüdiger Safranski titulado “la actualidad de Schopenhauer”. En este artículo se centraba en el mensaje de una de las principales obras de Schopenhauer: “El mundo como voluntad y representación”. En síntesis, el ensayista R. Safranski considera fundamental recuperar la idea del filósofo alemán de superar la voluntad egoísta y aprender a dejar de satisfacer nuestros impulsos de manera ansiosa. Pero no es de esto de lo que queremos tratar en este espacio de opinión, sino de una idea que leímos hace algún tiempo en otra gran obra de este pensador, “El Arte del Buen Vivir”. Schopenhauer concluye la introducción de este libro con una declaración impactante que dice así: “en general, los sabios de todos los tiempos han dicho siempre lo mismo, y los necios, esto es, la inmensa mayoría de todos los tiempos, han hecho y dicho también lo mismo, y siempre seguirá siendo así”.  Pues bien una de las ideas que han compartido los intelectuales que más admiramos es la necesidad de adecuar nuestro nivel de desarrollo técnico con el nivel de nuestra inteligencia individual y colectiva.
            Uno de los primeros al que leímos un pronunciamiento respecto al atraso del desarrollo mental en comparación con el avance tecnológico fue a Lewis Mumford. En “My Works and Days” (1985), advirtió que “el peligro del sistema industrial mecanizado no es que la población presione sobre la provisión de alimentos: el peligro es que la población presione sobre la provisión de inteligencia. Y parece claro que, al igual que con los alimentos, sin inteligencia la gente perecerá”. Antes que Mumford, un testigo del drástico cambio que sucedió en el mundo entre finales del siglo XIX y principios del XX, el historiador Henry Adams, nos han legado una descripción del sentimiento que embargaba a las mentes más lucidas de esta época: “…el poder había crecido más que su utilidad y afirmado su libertad. El cilindro había estallado y arrojado con ello grandes masas de piedra y vapor contra el cielo. La ciudad tenía el tono y la cadencia de la histeria, y los ciudadanos proclamaban a gritos, airados y alarmados, que las nuevas fuerzas debían a toda costa ser sometidas a control. Una prosperidad que no había sido imaginada antes, un poder que el hombre no había ejercido aún, una velocidad que no había sido alcanzada sino por los meteoritos habían dejado al mundo irritable, nervioso, displicente, falto de razón y asustado”.
            Otro de los intelectuales que nos alertó sobre el problema de la falta de inteligencia a la hora de utilizar los nuevos instrumentos técnicos fue el considerado uno de los más brillantes científicos del siglo XX, el físico Albert Einstein. En su obra autobiografía, “Mis ideas y opiniones”, recoge el siguiente pensamiento: “lo que el genio creador del hombre ha brindado en los últimos cien años podría habernos ofrecido una vida mucho más placentera y tranquila si el desarrollo de la capacidad de organización hubiese ido a la par del progreso técnico. Tal y como están las cosas, en manos de nuestra generación, esos bienes que tanto costó lograr son como una navaja barbera en manos de un niño de tres años. En vez de libertad, la posesión de maravillosos medios de producción ha traído consigo hambre y preocupaciones”.
            La lista de autores que han llegado a planteamientos similares a los expuestos con anterioridad sería interminable, pero no nos resistimos a incluir uno más reciente y de plena actualidad por estar a punto de recoger el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Nos estamos refiriendo al escritor libanés Amin Maalouf, que en su último libro “El desajuste del mundo”, ha llegado a declarar que “la pregunta pertinente no es si nuestra mentalidad y nuestro comportamiento han progresado en comparación con los de nuestros antepasados; es si han evolucionado lo suficiente para permitir que les plantemos cara a los gigantescos retos del mundo de hoy”. Sinceramente, nosotros tenemos serías dudas de la capacidad del hombre de estar a la altura de las circunstancias. Al menos de la capacidad del hombre “posthistórico”, descrito por Roderick Seidenberg, en lo que nos hemos estamos convirtiendo debido a la adaptación por completo a la máquina. Si miramos a nuestro alrededor o somos capaces de un sincero ejercicio de autocrítica nos daremos cuenta que, salvo raras excepciones, somos unos ignorantes de nuestra propia ignorancia.
            El futuro de la humanidad depende del pleno ejercicio de nuestra inteligencia. El mundo no se salvará de la autodestrucción si no conseguimos erradicar la ignorancia mediante la difusión de la cultura y la educación. Por eso sentimos tanta desazón cuando nos enteramos del alto índice de fracaso escolar; de la incultura de algunos sectores de la sociedad que desconocen los nombres de los presidentes de gobierno que ha tenido España durante el periodo democrático, pero que se saben de pe a pa la alineación de la selección de fútbol; de la acción de aquellos que aprovechan cualquier legítima movilización ciudadana para dar rienda suelta a la violencia animal; de tantos descerebrados que circulan por nuestras calles con la música a toda pastilla y las ventanas bajadas; de las noticias sobre las guerras, el fanatismo religioso, la corrupción, la tortura, la pena de muerte,..; de tantas y tantas cosas que nos hace dudar de la inteligencia del ser humano. No obstante, coincidimos con Bertrand Russell en la idea de que “la inteligencia, la paciencia y la elocuencia, más tarde o más temprano, pueden liberar a la especie humana de las torturas que se impone a sí misma, siempre que no se autoelimine antes”.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Presentación

Hace unos años, leyendo un libro sobre ecología urbana, fue la primera vez que escuché hablar de Lewis Mumford. El libro en cuestión es "Elementos de ecología urbana", cuyo autor es V. Bettini. En la introducción de este libro se hace un homenaje al pensamiento de Mumford y las referencias a su obra son continuas a lo largo del libro. Fue tanto el impacto que me produjo las idea de Lewis Mumford que comence la adquisición de todos los libros publicados en español. Pronto me dí cuenta que, excepto "Técnica y civilización", no existían ediciones españolas actualizadas de este pensador. La única opción era acudir al mercado del libro antiguo, donde todavía se pueden encontrar ediciones argentinas de algunas obras de Mumford. Afortunadamente, la editorial riojana "Pepitas de Calabaza" se ha embarcado en la aventura de publicar parte de los libros de Mumford, comenzando con la dos partes del mito de la máquina y al que seguirá, según  han anunciado, "La ciudad en la historia". Estamos seguro que esta iniciativa redundará en la difusión del pensamiento mumfordiano, una labor a la que esperamos contribuir desde este blog.


José Manuel Pérez Rivera
perezrivera@telefonica.net