sábado, 19 de febrero de 2011

¡Basta ya! ¡no cabemos más!

El 29 de octubre de 2006, unos 20.000 canarios se echaron a la calle para manifestarse bajo los lemas: “¡Basta ya!¡No cabemos más!” “Por una ley de residencia canarias” y “No al racismo!. Los organizadores de esta manifestación, entre ellos  la CONCAVE (Confederación Canaria de Asociaciones Vecinales), entregaron un manifiesto en la Subdelegación del Gobierno en el que exponían su preocupación por la sobrepoblación de las islas que, según su punto de vista, estaba provocando una saturación del territorio. Las consecuencias de esta excesiva carga poblacional se hacía patentes en tensiones sociales, cifras muy elevadas de paro y de economía sumergida, incapacidad de cumplir la Ley Básica de Sostenibilidad, el peligro de aparición  de brotes de xenofobia, etc…Uno de los puntos claves de sus reclamaciones consistía en recordar  que no  se podía tratar al archipiélago canario “como un territorio continental con capacidad ilimitada de espacio disponible para construir más y más casas sino que, al igual que ha sucedido con otros Estados y regiones de la Unión Europea en algún momento de su historia, se establezcan límites racionales y sostenibles a la entrada de población en Canarias”. Sus reclamaciones se concretaban en la solicitud de “una norma reguladora de la residencia poblacional en las Islas, que fije unos límites conforme a la capacidad sostenible de sus territorios y recursos limitados”.
El principal argumento de la multitud de asociaciones y partidos políticos que reclaman una regulación de la población en Canarias es la alta densidad de población en las islas, unos 280 h/Km2, casi veinte veces menos que  la de Ceuta, situada en 4.241 h/km2. Ciertamente, aquí pasa algo: o bien los canarios están chiflados, o los ceutíes somos unos auténticos inconscientes. Nosotros nos inclinamos a pensar que la sociedad ceutí vive a espaldas de una realidad que pone en serio peligro la propia viabilidad de la ciudad, y no será por falta de síntomas (desempleo, conflictividad social, pésimos índices ambientales, colapso circulatorio, fracaso escolar, etc….). Desde Septem Nostra venimos reiteradamente hablando de este asunto y han sido pocos quienes han entendido nuestro mensaje. Entre ellos tenemos que citar a nuestro querido y recordado Pepe Ferrero o el también colaborador de este periódico, el apreciado L. G. Álvarez. Por su parte, el gobierno de la Ciudad hace algún tiempo que  ha incluido la carga poblacional en la retahíla de singularidades y de hechos diferenciales de Ceuta. Sin embargo, en la práctica no ha realizado ningún tipo de iniciativa para combatirla o al menos frenarla.
No hace mucho comentamos con un amigo y conocido arquitecto de esta ciudad sobre el futuro del urbanismo ceutí. Su opinión era que la única posibilidad era seguir densificando el núcleo urbano consolidado o la expansión de la ciudad hacia el campo exterior. Nuestra propuesta de limitar la población le pareció un disparate, opinión que respetamos, pero que lógicamente no compartimos. Nuestro punto de vista no es tan disparatado como a simple vista parece,  ya que medidas para el control del crecimiento urbano y poblacional se vienen haciendo en otros lugares de Europa o el mundo que se enfrentan a problemas de sobrepoblación, en muchos casos no tan alarmantes como el de Ceuta.
La asociación  canaria Kanaryo Titeroygaka, precursora de la Ley de Residencia y partidaria de la limitación de la población en las islas afortunadas, se refiere en algunos de  sus escritos a los países de la Unión Europea que tienen establecidos límites poblacionales, así citan que: “Inglaterra tiene limitada la población en las Islas Anglonormandas, Islas de Mann, Islas Horcadas e Islas Hervida. Dinamarca lo mismo en las Islas Ferroes, Grecia en muchas islas del mar Égeo y en las islas del Dodecaneso y las Esporadas Septentrional y medidas similares tiene Francia en Córcega; Italia en la isla de Elba, Cerdeña y Sicilia; Portugal en Azores y Madeira. Fuera de la Unión Europa, países como EE.UU tiene controlada la población en Hawai; Ecuador en las islas Galápagos; Argentina y Chile en sus islas de Sur; las islas Bahamas, las Antillas, Jamaica, Japón con algunas de sus islas, Isla de Lofoten de Noruega, etc…En Europa hay además zonas continentales protegidas de la superpoblación: Luxemburgo se encuentra protegida y sólo tiene 150  h/Km2, así como Liechtenstein, Mónaco o Marsella tienen limitada la contratación y empadronamiento de extranjeros…”. No hay que ir tan lejos, en la comunidad autónoma de Cantabria se ha introducido en su legislación urbanística el concepto de “capacidad de acogida”, en el que uno de los factores más importantes a considerar es el número de habitantes que puede acoger un determinado espacio territorial. Y mientras, en Ceuta se sigue engañando a la gente con malabarismos y falsas esperanzas de resolver problemas que no tienen solución al menos que atajemos el exceso de población que padecemos.
Las autoridades canarias no se han mantenido al margen del amplio movimiento ciudadano que exige un control de crecimiento de la población. De hecho hace pocas semanas, El presidente del Gobierno de Canarias y candidato nacionalista a la presidencia del Ejecutivo en las elecciones de mayo próximo, Paulino Rivero ha declarado que “los canarios tenemos que modular el control de la población que vive en Canarias", a la vez que indicó que la Comisión Europea, instada por la anterior comisaria de Política Regional, Danuta Hübner, ha encargado un estudio sobre la capacidad real de las Regiones Ultraperiféricas (RUP) para poder mantener un desarrollo sostenible en relación con su población. Este estudio según recogen algunos medios de comunicación canarios estará terminado en mayo y servirá para que se establezca un límite de población para las Islas. Bien haría el Sr. Vivas en interesarse por el contenido de este informe durante su próxima visita a Bruselas donde precisamente pretende reclamar para Ceuta un status similar al de las regiones ultraperiféricas.
Después de lo expuesto, ¿Quién puede calificar de disparate nuestra reclamación de controlar la carga poblacional en el territorio ceutí?. La verdadera locura es no querer reconocer la magnitud del problema al que tenemos que enfrentarnos a día de hoy. Lo cierto es que la cuestión no es nada sencilla, ya que el debate de población requiere sacrificios y tomas de decisiones duras, algo de lo que huyen nuestras autoridades locales, las cuales andan más preocupadas en batir su record de popularidad y éxito electoral que en abordar los verdaderos problemas de Ceuta. Tampoco la actitud de la ciudadanía ayuda a la apertura de este imprescindible debate, no sabemos si por pasividad o por miedo afrontar la realidad.
Lewis Mumford declaró hace  más de medio siglo que “las limitaciones en lo que se refiere al tamaño, a la densidad y al área son absolutamente necesarias para lograr un intercambio social efectivo y, por lo tanto, son los instrumentos más importantes del proyecto racional, cívico y económico. En el pasado se ha puesto resistencia para establecer esos límites y ello se ha debido principalmente a dos hechos: la suposición de que todos los cambios “hacia arriba” en magnitud eran signos del progreso y automáticamente “buenos para los negocios”, y la creencia de que esas limitaciones eran esencialmente arbitrarias, por el hecho de que proponían “reducir la oportunidad económica”-esto es, la oportunidad para hacer ganancias mediante la congestión-y detener el curso inevitable del cambio. Todas esas objeciones se basan en la superstición”. Y ya sabemos que pasa con las supersticiones: al final la verdad se impone y coge de improviso a los crédulos que tardan poco en huir despavoridos.

martes, 14 de diciembre de 2010

EL HORROR ECONÓMICO

Al día siguiente de hacerse públicos los últimos datos de parados en nuestra ciudad, que ya superan las 9.000 personas, los medios de comunicación recogían las opiniones de algunos agentes sociales y políticos de Ceuta. Todos coincidían en valorar la tasa del paro como muy perjudicial, llegando a ser considerada por el presidente de la Confederación del Empresarios de Ceuta como una auténtico “horror”. Esta llamativa expresión nos hizo recordar la obra de Viviane Forrester “El Horror Económico”, de la que se han vendido más de 300.000 ejemplares en Francia y se ha traducido a 12 idiomas, habiéndose convertido en un fenómeno de trascendencia internacional. Con una franqueza casi brutal, la autora aborda los principales problemas de la sociedad actual: desigualdades sociales, marginación, desempleo, etc… En opinión de Forrester “vivimos en medio de una falacia descomunal, un mundo desaparecido que se pretende perpetuar mediante políticas artificiales. Un mundo en el que nuestros conceptos de trabajo y por ende del desempleo carecen de contenido y en el cual millones de vidas son destruidas y sus destinos aniquilados. Se sigue manteniendo la idea de una sociedad caduca, a fin de que pase inadvertida una nueva forma de civilización en la que sólo un sector ínfimo, unos pocos, tendrá alguna función. Se dice que la extinción del trabajo es apenas coyuntural, cuando en realidad, por primera en la historia, el conjunto de los seres humanos es cada vez menos necesario…Descubrimos que hay algo peor que la explotación del hombre: la ausencia de explotación; que el conjunto de los seres humanos es considerado superfluo,  y que cada uno de los que integran ese conjunto tiembla ante la perspectiva de no seguir siendo explotable”.
            Las ideas de V.Forrester se confirman diariamente en las noticias económicas y en las manifestaciones de ciertas personas que consideramos la “élite” de nuestro país. Así el brillante cirujano Pedro Cavadas, responsable del primer transplante de cara en España, declaró en una reciente entrevista en el diario “El País” que “no somos todos iguales: el que curra no tiene por qué ganar lo mismo que el vago, lo siento…Las subvenciones y los subsidios generan vagos”. Resulta inquietante leer estas declaraciones de alguien que vive rodeado de personas con graves problemas de salud y, por tanto, en contacto permanente con el sufrimiento humano. Quizá se haya deshumanizado y sólo vea a su alrededor objetos andantes, portadores de órganos que pueden ser transplantados de un cuerpo a otro. Desde luego, parece evidente que el Sr. Cavadas no ha tenido que sufrir la angustia de la inestabilidad, el naufragio de la identidad, el sufrimiento de perder su casa o no poder llevar un sueldo con el que alimentar a su familia. Este problema lo están sufriendo en nuestro país cerca de cuatro millones de personas, a las que se insulta gravemente cuando se les tacha de vagos y subvencionados. Desgraciadamente, este tipo de pensamiento está extendido entre las clases privilegiadas de la sociedad española, los únicos que se consideran merecedores del derecho de vivir.
            En Ceuta, como es de sobra conocido, las desigualdades sociales aparecen cada día más marcadas. Por un lado, están aquellos que de una manera directa o indirecta trabajan para las administraciones públicas (cerca de 11.000 personas); en medio, los trabajadores del sector del comercio, con sueldos a lo sumo mileuristas; y en la base, una amplia masa social de desempleados que no deja de crecer. Entre estos últimos, como bien apunta Ulrich Beck, abundan aquellos que realmente no buscan un trabajo, sino un dinero con el que poder subsistir. Esto nos lleva a un debate mucho más profundo sobre la condición humana y los derechos fundamentales que asisten a cualquier ser humano. Parece como si el principal derecho de cualquier persona, el de vivir, dependa de la demostración de que  “es útil para la sociedad, es decir, para aquello que la rige y la domina: la economía confundida más que nunca con los negocios, la economía de mercado. Para ella, “útil” significa casi siempre “rentable”, es decir que le dé ganancias a las ganancias. En palabra, significa “empleable” (explotable sería de mal gusto)”.
            Como ya comentamos en un artículo anterior, titulado “El fin del trabajo”, tenemos que trascender de la actual sociedad salarial, basada en la explotación del hombre por el hombre, a un nuevo modelo que garantice un ingreso suficiente y universal para que cualquier persona pueda disfrutar de una vida digna. Debemos superar la gran impostura de creer que es posible un pleno empleo para todos siguiendo las principios y normas de la economía neoliberal. Constituye un gran falacia hacer creer a la gente que existen puestos de trabajo que cubrir, menos en una ciudad como Ceuta cuya capacidad de carga ecológica ha sido ampliamente superada. ¿Qué sentido tiene mantener en el listado del INEM a miles de personas, de las cuales una amplia mayoría resulta inempleable?¿Por qué no crear fondo de ayuda social a estas personas de por su avanzada edad y escasa formación nunca serán absorbida por el mercado laboral?. Claro que esto sería tanto como reconocer el gran embuste de un mundo del trabajo…sin trabajo. Desde nuestro punto de vista, habría que redoblar los esfuerzos en la formación de los jóvenes desempleados para que puedan encontrar un puesto de trabajo en nuestra ciudad o en otras ciudades españolas. Resulta evidente que el reducido tamaño de la ciudad impide la creación de nuevas empresas que puedan crear puestos de trabajo estables, así que sólo nos queda la posibilidad de reconocer la inviabilidad del sistema actual y empezar a discutir las bases  de un nuevo modelo más justo y solidario.

LAS ENFERMEDADES DE LA CIVILIZACIÓN

            Ha cundido entre un sector de la población ceutí una gran preocupación por el aparente incremento del número de casos de cáncer en nuestra ciudad. La muerte de personajes públicos y el aumento de la detención de graves dolencias en personas conocidas de la sociedad ceutí ha llevado a los miembros del partido PDSC, consternados por la muerte de su líder Mustafa Mizziam,  a solicitar a la Consejería de Sanidad que realice un estudio epidemiológico para determinar las causas de esta presunta acumulación en el tiempo de enfermedades oncológicas. Según fuentes de la Consejería de Sanidad no existen series estadísticas fiables para confirmar una supuesta tendencia alcista en el número de muerte por esta causa, opinión que comparten algunos expertos a los que hemos tenido la oportunidad de preguntar por esta cuestión.
            Reflexionando sobre este delicado asunto vino a mi memoria la lectura del libro “Némesis médica” de Iván Illich, o los apuntes de André Gorz, en “Ecología y política”, que analizaron de manera brillante la relación entre medicina, salud y sociedad. Estos autores coincide en destacar una idea que puede resultar obvia, pero que tenemos costumbre de olvidar: las enfermedades aparecen y desaparecen en función de factores relacionados con el medio ambiente, la alimentación, el hábitat, el modo de vida y la higiene (hygieia), entendida, en su sentido original, como el conjunto de reglas y condiciones de vida. Una mejora en estas últimas, tales como la existencia de una eficaz red de abastecimiento y saneamiento o la alfabetización, explicaría el 85,8 % de las disparidades de esperanza de vida en el mundo. Quizá muchos ignoran que la ausencia de tratamiento de las aguas fecales es actualmente la principal causa de muerte en el planeta, o por decirlo de otra manera, la construcción de la redes de saneamiento en las ciudades a finales del siglo XIX aumentaron la esperanza de vida en más de veinte años. ¿Y todavía algunos se plantean que son prioritarios los aparcamientos subterráneos a la mejora de la red de saneamiento en nuestra ciudad?.
            Según André Gorz, “la medicina no puede dar la salud cuando el modo y el medio de vida la degradan. Los antropólogos y los epidemólogos lo saben de sobra: los individuos no solamente enferman a causa de algún ataque exterior o accidental, curable mediante cuidados técnicos: enferman también, aún más frecuentemente, por la sociedad y la vida que llevan... Resulta evidente que las enfermedades degenerativas, así como la infecciosas de las que han tomado el relevo, son fundamentalmente enfermedades de civilización”. Así, siguiendo la terminología creada por Winkelstein, tendríamos que hablar de enfermedades de la opulencia (provocadas por el exceso de ingesta de alimentación, el escaso ejercicio físico, etc…); enfermedades de la velocidad (estrés, ansiedad,…), enfermedades de la contaminación, etc…
            En un estudio de la Agencia Internacional para la investigación contra el cáncer, dirigido por el profesor Higgison, estableció que el 80 % de los cánceres son debidos al medio y al modo de vida de las sociedades industriales. Cada día disponemos de nuevos datos respecto a los caracteres patógenos de la contaminación del agua que bebemos; del aire que respiramos; de los alimentos que consumimos, cargados de pesticidas, hormonas y antibióticos; de los productos químicos que utilizamos a diario; y hasta de las prendas que vestimos. Sabemos igualmente que las condiciones laborales causan muchas enfermedades, que la contaminación acústica afecta cada día a más personas, que el ritmo impuesto por la sociedad capitalista produce graves desequilibrios emocionales, a unos niveles que ha llevado a situar al suicidio como la principal causa de muerte no natural en los países desarrollados. Todos tendríamos que hacernos la siguiente pregunta. ¿Por qué exigimos constantemente medios contra las consecuencias y costos de la enfermedad, pero no para protegernos contra las enfermedades mismas, eliminando sus causas?¿Por qué reivindicamos más medios sanitarios en lugar de preocuparnos de las condiciones que harían prescindir en buena medida de sus cuidados?¿Por qué en lugar de modificar nuestros hábitos de vida malsanos exigimos a nuestro médico que atenúe sus efectos?. La respuesta, en opinión de André Gorz e Iván Illich, habría buscarla en el hecho de que “la práctica de la medicina es un comercio; las relaciones entre los profesionales de las atenciones médicas y el público son relaciones mercantiles: el profesional vende lo que los clientes piden o aceptan adquirir individualmente. La medicina está desempeñando de hecho una acción defensiva del estado de cosas existentes: postula implícitamente que la enfermedad es imputable al organismo enfermo y no a su medio vital y laboral, y con ello no pone en cuestión esas formas de vida y de trabajo contra las cuales se rebela el organismo defendiéndose de ellas con una especie de huelga simbólica. La mayor parte de las enfermedades, en efecto, significan también un “no puedo más” del enfermo, una incapacidad para adaptarse o enfrentarse por más tiempo a una serie de circunstancias que comportan un sufrimiento físico, nervioso, psíquico insostenible a la larga para este individuo, y para todo individuo sano… La higiene, es decir, el arte de vivir de una forma sana, sólo puede integrarse en las conductas y actividades cotidianas en la medida en que los individuos sean dueños de su ritmo y de su medio de vida y trabajo”.
            En definitiva, nuestra salud esta a merced de un modo de vida impuesto por una pensamiento tecnoburocrático del que resulta muy difícil salir y unas condiciones ambientales, igualmente relacionadas con la lógica capitalista, que afectan gravemente a nuestra salud física y mental. El cambio es posible, la esperanza persiste, pero el precio que debemos pagar es muy alto en concepto de cambios en nuestros hábitos y costumbres. La viabilidad de esta transformación depende tanto de un radical cambio  en nuestra actitud personal, -que en materia de salud pasaría por comer menos y mejor, hacer ejercicio y aquilatar los beneficios de nuestro elevado “nivel de vida”-; como en promover desde el ejercicio de una ciudadanía activa las modificaciones de carácter global que harían viable otra manera de vivir…y de morir.   

LOS LÍMITES DEL CRECIMIENTO URBANO DE CEUTA

            Los últimos acontecimientos que se han vivido en nuestra ciudad, definidos por un incremento de la tensión social, pueden ser analizados desde múltiples vertientes. Al necesario debate que tendría que conducir la preocupante situación a la que asistimos, no suficientemente abordada por nuestros representantes políticos en la Asamblea, queremos introducir un nuevo vector de análisis: los límites del crecimiento urbano de Ceuta. El ecólogo estadounidense Lewis Mumford, un clásico de la geografía humana, manifestó en su obra “La ciudad en la historia”(1961) que la ciudad presenta un claro límite orgánico a su propio crecimiento. A este respecto, L. Mumford llamó la atención sobre el hecho de que “muchos urbanistas actuales,  no se dan cuenta de que superficie y población no pueden crecer hasta el infinito sin destruir la ciudad o al menos sin imponer un nuevo tipo de organización urbana para la cual se necesita encontrar una forma adecuada a pequeña escala y un esquema general a gran escala”.
            Un concepto tradicionalmente utilizado en la ecología  es el de la capacidad de carga. Para Virginio Bettini, autor de “Elementos de ecología urbana” (1998), entiende que la capacidad de carga de una ciudad corresponde a la posibilidad que esta presenta para hacer frente “al exceso de presión por parte del hombre: autodepurándose, absorbiendo y reciclando los residuos, restableciendo recursos, manteniendo intactas las calidades no renovables, entre las que también está el bienestar social”. Generalmente, la capacidad de carga suele relacionarse con el número máximo de individuos que un determinado territorio puede sostener.
            La respuesta dada a los problemas del crecimiento urbano de las ciudades occidentales varía de un lugar a otro, en aquellas ocasiones en las que se ha llegado a plantear abiertamente esta delicada cuestión. Un caso paradigmático es el de Nápoles. Esta ciudad, conocida en el mundo entero por sus problemas de inseguridad ciudadana, se planteó hace tiempo un objetivo, con un perfil modesto, pero congruente: devolver a la ciudad a condiciones ordinarias de normalidad y eficacia. Un proyecto basado en recalificaciones urbanas, potenciación de los servicios, recuperación del transporte público, e incremento y tutela rigurosa de las zonas verdes.  En definitiva, la tutela de cuanto queda de valor, calidad y recursos que la naturaleza y la historia otorgaron al territorio (Bettini, 1998: 162). Se trata de establecer medidas para preservar los restos que definen la ciudad, dejándolos al margen sine die del desarrollo urbano de las ciudades, sin renunciar por ello al aumento de la calidad de vida mediante la mejora de los servicios públicos.
            Pasar por alto la capacidad de carga de una ciudad, superando su umbral máximo, conduce a un rápido aumento de las enfermedades, del malestar urbano, de la congestión y de las tensiones sociales. Alguna ciudad, como es el caso de Bolonia, ha decidido empíricamente un límite a la población y a las instalaciones productivas en su interior (Bettini, 1998: 221). Ya Patrick Geddes, en 1918, comprendió que, una vez alcanzado el óptimo, una ciudad no debe aumentar más en superficie y población. Conviene recordar el dicho de Aristóteles: cualquier forma orgánica posee un límite superior y un límite inferior de crecimiento.
            Creemos que ya es hora de abrir en Ceuta el debate sobre los límites del crecimiento de nuestra ciudad. No podemos seguir aumento el número de habitantes y la presión sobre el medio natural y cultural sin establecer la capacidad de carga que nuestro territorio puede sostener de manera sostenible. Con una desorbitada densidad de población, un área superficial reducida sin posibilidades de expansión y una incapacidad evidente de satisfacer las necesidades socioeconómicas básicas de la población (trabajo, vivienda, salud, etc...) no podemos aplazar por más tiempo abrir una discusión acerca de las posibilidades reales de nuestra ciudad para acoger un número cada vez mayor de habitantes sin comprometer la calidad de vida de los ciudadanos. En cualquier caso, resulta evidente la necesidad de modificar la política urbanística que practican nuestros gobernantes basada un desarrollismo desenfrenado tendente a crear nuevas zonas residenciales a costas del escaso patrimonio natural y cultural que nos queda. Este esfuerzo inversor de las administraciones tendría que dirigirse a la mejora de las estructuras y los servicios, así como a la búsqueda de un equilibrio entre lo construido-artificial y el ambiente natural. La prioridad debería ser subsanar aquellos desequilibrios urbanísticos, sociales y ambientales que afectan con especial incidencia a las barriadas periféricas de la ciudad.

REIVINDICANDO EL DEBER CÍVICO

            Patrick Geddes, impulsor de la denominada “ciencia cívica” y pionero del planeamiento urbanístico, criticaba que nuestra educación resulta tan libresca, tan estricta en la disciplina de las “tres R” (escritura, lectura y aritmética), y casi tan completa nuestra persistencia entre ellas, que nueve de cada diez personas, y a veces más, comprenden la letra impresa mejor que las ilustraciones y las ilustraciones mejor que la realidad. Hoy en día, la televisión y más recientemente internet, hace que unas cuantas imágenes retocadas produzcan más efecto en el espíritu de la gente que la visión directa de la belleza de los paisajes que nos rodean. Muchos ceutíes son incapaces de apreciar la magnífica luz que nos ilumina, el clima tan benigno que disfrutamos, el valor de los numerosos bienes culturales que jalonan nuestro entorno o la extraordinaria riqueza del mar que baña las costas de Ceuta. Estos mismos conciudadanos hablan maravillas de las atestadas playas de la costa del Sol o del buen rato que pasaron con sus hijos en el  parque de atracciones “Selwo”, mientras que desconocen los rincones más bellos de la ciudad en la que habitan.
            Al igual que muchos se vuelven ciegos ante la belleza de sus calles y ante los elementos de su vida y herencia, también les ocurre lo mismo en cuanto a sus aspectos lamentables. Así tiende a ignorar la degradación urbanística y ambiental de muchas barriadas de la periferia, los problemas derivados de una ausencia total de gestión de residuos o la grave situación socioeconómica que padecen muchos de nuestros vecinos. Sin embargo, incluso estos problemas los apreciamos más fácilmente mediante la breve crónica periodística que mediante la tumultuosa miseria que demasiado a menudo encuentran nuestros ojos.
            La escasa conciencia cívica de los ciudadanos puede aprehenderse mediante simples preguntas como quienes son los consejeros del gobierno autonómico. También desconocen casi toda la historia de su propia ciudad, incluso la quieren olvidar: a menudo les parece pequeño y mezquino interesarse en sus problemas. Hasta los jóvenes mejor formados que poseen espíritu reflexivo no son todavía ciudadanos por su pensamiento o por su actuación. De no estar absorbidos por la política partidista, piensan por lo corriente en convertirse en empleados públicos; la administración pública es familiar a todos, pero el “servicio cívico” es una frase que se oye rara vez y una ambición aún más rara.
            El servicio cívico se puede prestar desde muy variadas modalidades. Una de ellas es la implicación directa en la conservación de nuestro medio natural y el mantenimiento de los espacios libres comunes. Resulta triste que los jardines de muchas zonas se encuentren abandonados, cuando no sellados con cemento como ocurre en la barriada de los Rosales. Parte de nuestras “obligaciones sociales” las  podríamos cumplir no con dinero, a través de los impuestos, sino con tiempo y servicios a la comunidad. De este modo, abriríamos la posibilidad a una reabsorción de la administración, que es la natural y próxima reacción ante la imparable multiplicación burocrática manifestada en el elevado número de empleados públicos. Resulta claramente insostenible, en el plano económico, los desorbitados gastos de personal en los presupuestos de la Ciudad Autónoma. Como ciudadanos no podemos descargar en la administración toda la responsabilidad del correcto funcionamiento de la ciudad.  Al igual que el ayuntamiento tiene la obligación de cortar de raíz la burocracia tentacular que, como el legendario Laoconte,  amenaza con fagocitar el propio sistema por él creado.
            Todos tendríamos que reflexionar sobre el grado de implicación que tenemos con nuestra ciudad. La idea de que las administraciones públicas pueden resolver todos nuestros problemas desde una posición ciudadana apática y egoísta nos conduce a un profundo abismo. De nada sirve que todos los años se aumente el número de efectivos de la Policía Local si los propios ciudadanos no estamos dispuestos a modificar nuestras actitudes. Confiar en un sistema puramente oficial de vigilancia es alimentar ilusiones burocráticas. Hasta que cada ciudadano, como tal, no sea un policía y el vasto mundo sea su distrito, no tendremos el mínimo de garantía necesaria contra posibles brotes de delincuencia personal o colectiva.
Algo similar sucede en el caso de la limpieza urbana. La ciudad gasta una enorme cantidad de dinero en mantener una desproporcionada legión de barrenderos por todo Ceuta y los resultados no siempre son satisfactorios. Nada de extrañar teniendo en cuenta la facilidad con la que arrojamos un papel por la ventana del coche o vertemos los residuos allí donde nos place. No obstante, en este tema de los residuos la ciudad mantiene aún una deuda pendiente en la dotación de los medios básicos que faciliten la implicación activa de los ciudadanos en la correcta gestión de las basuras que generamos. 
La sensación que cada día más personas tenemos es que el actual sistema requiere una profunda revisión. Tanto la administración como los “administrados” debemos cambiar los principios que rigen su indisociable relación. Los ciudadanos tenemos que involucrarnos en la resolución de los problemas de la ciudad, ofreciendo nuestro tiempo y conocimientos a favor de la comunidad. La participación ciudadana tiene que pasar de ser un derecho a convertirse en una obligación. Recuperemos el sentido de juramento de la juventud ateniense: “nunca deshonraremos a ésta, nuestra ciudad, con acto alguna de deshonestidad o cobardía, ni nunca abandonaremos a nuestros camaradas que aguantan en las filas. Combatiremos por los ideales y cosas sagradas de la Ciudad, a solas y con muchos. Respetaremos y obedeceremos las leyes de la Ciudad y haremos cuanto esté a nuestro alcance para suscitar un respeto y una reverencia iguales en aquellos que están por arriba de nosotros y que podrían anularlas o reducirlas a nada. Nos esforzaremos incesantemente por promover el sentido del deber cívico en el público. Así, en todas estas formas, transmitiremos esta Ciudad, no sólo no menor sino mayor, mejor y más hermosa de lo que nos fue transmitida a nosotros”. Ya que se ha apuesta de moda en Ceuta llenar la ciudad de referencia a la antigüedad clásica mediante esculturas alegóricas, nosotros proponemos que el texto del Juramento de los Jóvenes Atenienses figure en una lugar visible de Ceuta para que recordemos las obligaciones inherentes a nuestra condición de ciudadano, en el sentido más profundo de este término. No  estaría tampoco mal que los mandatarios de la ciudad impriman estas sabias palabras en letras de oro, las enmarquen y las tengan siempre presente cada vez que tenga que adoptar una decisión importante para el futuro de Ceuta.

EL INFIERNO DE LOS INOCENTES

              Hace unos días presenciamos una conferencia en la que se habló de un personaje reciente en la historia de Ceuta, cuyo nombre no viene al caso, del que se alabó su bondad. Nunca, según contaron, había discutido con nadie ni se le conocía enemigos. Esto me hizo pensar en la cantidad de personas que viven una vida libre de culpa: personas que trabajan regularmente en sus puestos de trabajo, mantienen a sus familias dignamente, muestran un grado razonable de bondad a aquellos que le rodean, soportando los insípidos días, y van por fin a la tumba sin haber cometido ningún activo mal contra un ser vivo. La misma insipidez de la existencia de tales personas -como la transparencia del agua del mar en pequeñas cantidades-oculta la colectiva negruna de su conducta. Su pecado consiste, como nos advirtió Lewis Mumford (La Conducta de la Vida, 1951), en la retirada de más exigentes oportunidades, en una negación de las superiores capacidades: en una pereza, una indiferencia, una complacencia, una pasividad más fatales para la vida que los más escandalosos pecados y crímenes.
            El apasionado asesino puede arrepentirse: el amigo desleal puede lamentar su falta de fé y cumplir sus obligaciones de amistad: pero el  hombre “humilde y honesto”, que ha obedecido las normas y meticulosamente ha rellenado todos los formularios legales, puede regocijarse por su forma de ser, aunque ésta sea profundamente desdichada. Es en nombre de tales hombres, y por su complicidad, precisamente porque no ve ninguna necesidad de cambiar su mente o de rectificar su manera de actuar, que nuestra sociedad se desliza de la desgracia a la crisis y de la crisis a la catástrofe. No es de extrañar que Dante  enviara a estos seres inocentes -aquellos que estaban ni a favor ni en contra del bien- a los infiernos. El infierno de nuestro tiempo se debe en gran parte a sus decisiones o, más bien, a su falta de acción.
            Este sentido general de irreprochable conducta ha sido cómplice, en nuestro tiempo, de nuestros más extravagantes pecados, siendo éstos, tal vez, menos los pecados de la violencia que los pecados de la inercia. Nos dejamos llevar por la parcialidad, la estrechez de miras, la rigidez, el error de cálculo y el orgullo. Y con ello, desde esta aparentemente participación involuntaria con los males, los aumentamos y corremos el riesgo de quedar atrapados en una turba homicida, similar a la que sufrió el pueblo alemán durante el nazismo. En nuestra civilización, las mismas fuerzas impersonales que presiden buena parte de nuestro destino nos implican a cada uno de nosotros, casi automáticamente, en los actos pecaminosos. Ya seamos conscientes de ello o no, los enfermos mentales son abandonados, los pobres  mueren de hambre, nuestros gobiernos fabrican armas de exterminio, el planeta se destruye para satisfacer la codicia de algunos,  y miles de similares actos del mal son realizados gracias a nuestra complicidad. Estamos involucrados en estos pecados y sólo se podrán corregir si confesamos nuestra participación y tomamos sobre nosotros, de manera personal, la carga de corregirlos.
            El primer impulso de muchas personas, cuando sienten la necesidad de un cambio social y la eliminación de algunos de los males a los que nos hemos referido con anterioridad, es darse de alta en alguna asociación, adoptar a un niño de forma virtual o prestar su firma para alguna causa justa. Estas medidas están bien, pero son insuficientes. Los retos actuales requieren una auto-transformación, y no mecanismos de piadosa expiación, para acciones irrealizadas. Tampoco sirve de nada nuestra constante delegación de nuestras responsabilidades personales en las administraciones. Por el contrario, debemos reorganizar nuestras propias actividades a fin de poder dedicar una buena parte de nuestro tiempo y energía al servicio público de la comunidad.
            Tenemos que ser conscientes de que la reabsorción del gobierno por los ciudadanos de una comunidad democrática es la única salvaguardia contra las excesivas  intervenciones burocráticas que tienden a surgir en todo Estado, debido a la negligencia, la irresponsabilidad y la indiferencia de sus ciudadanos. Muchos servicios que se realizan ahora inadecuadamente, ya sea por falta presupuesto o porque están en manos de una distante burocracia, deberían ser realizados principalmente de forma voluntaria por los habitantes de una determinada comunidad local.  Esto incluye no sólo los servicios administrativos, demasiado a menudo eludidos en una democracia, como los trabajos en los consejos escolares, las asociaciones de consumidores, y cosas por el estilo; sino que también deberían incluir otros tipos de trabajos públicos, como la plantación de árboles, el cuidado de los jardines públicos y parques, incluso algunas de las funciones de la policía. A través de este trabajo, cada ciudadano no sólo llegaría a sentir como en casa en cada parte de su ciudad y su región; al mismo tiempo se haría cargo de la vida institucional de su comunidad como una persona responsable.
            Desde nuestra visión, resulta contraproducente desde el punto social e inviable desde el punto de vista económico, seguir incrementando el número de funcionarios para intentar dar respuesta a unas cuestiones que necesitan otros tipos de planteamientos. Los problemas de seguridad ciudadana no se solucionan aumentando el número de policías locales, sino atajando las causas sociales y económicas que provocan la marginación y la exclusión social; el fracaso educativo no puede ser resuelto incrementando el número de docentes, más bien pasa por una profunda reforma del sistema educativo y una reeducación moral y ética; la salud de los ciudadanos no se mejorará con un incremento de médicos y centros sanitarios, sino a través de un cambio en los hábitos y costumbres, y en la mejora de la calidad ambiental de nuestro entorno; para una justicia más “justa” no necesitamos más funcionarios, sino menos burocracia.   Así podríamos seguir con el resto de los servicios que actualmente prestan las administraciones públicas, muchos de los cuales deberían ser en parte de nuevo asumidos por los propios ciudadanos, aunque corramos el riesgo de perder nuestro socorrido chivo expiatorio al que cargarle la responsabilidad de todos los males que nos suceden.
            La crisis económica en la que estamos inmersos requiere replantearnos nuestras responsabilidades ciudadanas. Sin lugar a dudas necesitamos mejorar nuestro grado de implicación en los asuntos públicos mediante una amplia participación en la crítica y el ejercicio de la iniciativa democrática: se trata de una cuestión de aportar sugerencias y hacer demandas de abajo hacia arriba, y no sólo de recibir órdenes de arriba hacia abajo. Claro que para esto necesitamos no hombres “inocentes” y dóciles, su lugar lo tienen que ocupar personas dispuestas a soportar las penalidades asociadas a la disconformidad con los establecidos patrones sociales. En términos coloquiales, personas dispuestas a asomar la cabeza por encima de la tapia, aún a riesgo de recibir una pedrada.

ESPACIOS LIBRES Y SENTIMIENTO DE CIUDADANIA

ESPACIOS LIBRES Y SENTIMIENTO DE CIUDADANIA

            Una idea que nos ronda por la cabeza desde hace mucho tiempo es la búsqueda de una explicación lógica a la apatía que caracteriza a la sociedad ceutí. En multitud de ocasiones nos hemos preguntado cuales son las razones que llevan a la gente a desentenderse de cualquier asunto cívico, incluso cuando les afecta directamente a su propia calidad de vida. Las respuestas a esta cuestión entenderán que no son ni sencillas ni simples, ya que influyen muchos factores. Entre ellas nos ha llamado poderosamente la atención la expuesta por Alexander Mitscherlich, catedrático de Psicosomática de la Universidad de Heidelberg, en su obra “La inhospitalidad de las ciudades”. En este libro su autor nos presenta un argumento que tiene mucho que ver con el contenido del artículo que la pasada semana dedicamos a las zonas de juego infantiles. Según Mitscherlich “se puede afirmar que una ciudad que no proporciona a sus niños amplios lugares de juego, y a sus jóvenes lugares de deporte y de recreo fácilmente asequibles, así como piscinas y centros juveniles en las cercanías de sus viviendas, no debe extrañarse de que sus habitantes adultos no participen más tarde en la vida política de la comunidad”. A esta carencia de espacios de recreo y diversión se suma una tendencia al incremento de “decepciones, limitaciones, renuncias y prohibiciones del que hubiera sido necesario si se hubiera reflexionado racionalmente sobre sus necesidades”, dando como resultado final “un ciudadano nacido en la ciudad, pero no un ciudadano a quien esta ciudad suya le infunda verdadero interés, verdadero respeto”.
            Vemos, pues, que la dotación de espacios libres reviste un interés que va más allá de la armonía urbanística de la ciudad. Se trata de una necesidad vital para todos los ciudadanos, sobre todo para el correcto desarrollo psicológico de los niños y jóvenes. Por eso nos retumba en el pensamiento las palabras del Consejero de Fomento que, interpelado en un Pleno de la Asamblea sobre las carencias de espacios libres, comentó que en Ceuta tenemos las zonas libres que hay, en un tono que invitaba a los ciudadanos a resignarse ante esta situación. Poco parece importar que tal invitación conlleve el fomento de una  patología social, cuyo principal síntoma sea el desinterés por los asuntos ciudadanos, cuando no la acción violenta contra todo lo que tenga que ver con la ciudad y sus instituciones.
            La importancia de contar con adecuados espacios de juego debería estar por encima de todas las demás consideraciones utilitarias. A este respecto A.Mitscherlich propone medidas que van desde la imposición de la obligación a todo el que levante un edificio a construir, en la inmediata cercanía del mismo, un terreno de juego, hasta la expropiación de terrenos para este fin, al igual que se hace cuando hay que trazar una nueva calle o cualquier otra infraestructura básica. En cuanto al tamaño de estos espacios propone que sean establecidos por un comité independiente constituido, entre otros, por psicólogos, pedagogos y médicos. Asimismo, Mitscherlich considera que sólo mediante una estricta normativa de este tipo, resulta posible “mantener a raya el desenfrenado egoísmo de los constructores”.
            En Ceuta estamos demasiado acostumbrados a que el más reducido espacio sin construir caiga presa de los ávidos ojos de los especuladores. Por ello, resulta de vital importancia que se respete el principio de la subordinación del interés privado al interés público, a la hora de reservar suelo para la dotación de zonas de recreo, y en general para todos los asuntos cívicos, “porque así puede crearse una situación que haga posible el que se desarrollen hombres que, una vez adultos, puedan comprender qué es la liberalidad, que es la libertad humana. Unos hombres que tengan, por tanto, a sus espaldas un camino de maduración que les haya proporcionado experiencias sociales, que les haya permitido ser abiertos, críticos, conscientes con respecto a los problemas de su sociedad, es decir, democráticos y sensibles, en lugar de sordos, exigentes, cargados de resentimientos y condenados a someterse a cualquiera que les prometa satisfacer sus deseos a corto plazo”.
            Desde Septem Nostra nos reiteramos en la idea que expusimos en las alegaciones al avance de nuevo Plan General de Ordenación Urbana de que se puede proyectar el aumento de la calidad de vida en nuestro limitado territorio sin recurrir a proyectos de expansión de las edificaciones existentes, dedicando todos nuestros esfuerzos a la estructura y a los servicios que mejoren la calidad de vida. Al menos no se deberían plantear nuevos proyectos de construcción de vivienda sin que previamente hayamos alcanzado un equilibrio entre el número de habitantes y la dotación tanto de infraestructuras como de equipamientos básicos. Esto supondría hacer la suficiente reserva de suelo para zonas verdes, centros escolares, guarderías,  bibliotecas, etc… Por el contrario, desatender esta necesidad nos está conduciendo a aumentar las “patologías sociales”, el incremento de los problemas medioambientales y la progresiva pérdida de la calidad de vida.