Un concepto tradicionalmente utilizado en la ecología es el de la capacidad de carga. Para Virginio Bettini, autor de “Elementos de ecología urbana” (1998), entiende que la capacidad de carga de una ciudad corresponde a la posibilidad que esta presenta para hacer frente “al exceso de presión por parte del hombre: autodepurándose, absorbiendo y reciclando los residuos, restableciendo recursos, manteniendo intactas las calidades no renovables, entre las que también está el bienestar social”. Generalmente, la capacidad de carga suele relacionarse con el número máximo de individuos que un determinado territorio puede sostener.
La respuesta dada a los problemas del crecimiento urbano de las ciudades occidentales varía de un lugar a otro, en aquellas ocasiones en las que se ha llegado a plantear abiertamente esta delicada cuestión. Un caso paradigmático es el de Nápoles. Esta ciudad, conocida en el mundo entero por sus problemas de inseguridad ciudadana, se planteó hace tiempo un objetivo, con un perfil modesto, pero congruente: devolver a la ciudad a condiciones ordinarias de normalidad y eficacia. Un proyecto basado en recalificaciones urbanas, potenciación de los servicios, recuperación del transporte público, e incremento y tutela rigurosa de las zonas verdes. En definitiva, la tutela de cuanto queda de valor, calidad y recursos que la naturaleza y la historia otorgaron al territorio (Bettini, 1998: 162). Se trata de establecer medidas para preservar los restos que definen la ciudad, dejándolos al margen sine die del desarrollo urbano de las ciudades, sin renunciar por ello al aumento de la calidad de vida mediante la mejora de los servicios públicos.
Pasar por alto la capacidad de carga de una ciudad, superando su umbral máximo, conduce a un rápido aumento de las enfermedades, del malestar urbano, de la congestión y de las tensiones sociales. Alguna ciudad, como es el caso de Bolonia, ha decidido empíricamente un límite a la población y a las instalaciones productivas en su interior (Bettini, 1998: 221). Ya Patrick Geddes, en 1918, comprendió que, una vez alcanzado el óptimo, una ciudad no debe aumentar más en superficie y población. Conviene recordar el dicho de Aristóteles: cualquier forma orgánica posee un límite superior y un límite inferior de crecimiento.
Creemos que ya es hora de abrir en Ceuta el debate sobre los límites del crecimiento de nuestra ciudad. No podemos seguir aumento el número de habitantes y la presión sobre el medio natural y cultural sin establecer la capacidad de carga que nuestro territorio puede sostener de manera sostenible. Con una desorbitada densidad de población, un área superficial reducida sin posibilidades de expansión y una incapacidad evidente de satisfacer las necesidades socioeconómicas básicas de la población (trabajo, vivienda, salud, etc...) no podemos aplazar por más tiempo abrir una discusión acerca de las posibilidades reales de nuestra ciudad para acoger un número cada vez mayor de habitantes sin comprometer la calidad de vida de los ciudadanos. En cualquier caso, resulta evidente la necesidad de modificar la política urbanística que practican nuestros gobernantes basada un desarrollismo desenfrenado tendente a crear nuevas zonas residenciales a costas del escaso patrimonio natural y cultural que nos queda. Este esfuerzo inversor de las administraciones tendría que dirigirse a la mejora de las estructuras y los servicios, así como a la búsqueda de un equilibrio entre lo construido-artificial y el ambiente natural. La prioridad debería ser subsanar aquellos desequilibrios urbanísticos, sociales y ambientales que afectan con especial incidencia a las barriadas periféricas de la ciudad.
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